domingo, 31 de mayo de 2020

52 Retos de Escritura (XXII): Hidrofobia

Reto #22: Tu protagonista no sabe nadar, pero se ha propuesto aprender. Explica en tu relato sus andaduras en esta nueva aventura.


HIDROFOBIA


El hombre miró la piscina con algo de reticencia.

—No tienes por qué hacerlo si no quieres— dijo la instructora.

—No, quiero hacerlo. Sólo tengo que hacerme a la idea.

La mujer asintió con un ligero murmullo, y se apartó un poco. El hombre volvió la mirada hacia la piscina.

En realidad, era una piscina para niños. Era redonda y no muy ancha, y el agua le llegaría como mucho a la espinilla. Sabía que el riesgo de entrar allí era mínimo. Que para que se ahogara allí tendrían que darse una serie de circunstancias tan extremas, que hasta un estadista comenzaría a considerar la existencia de un ente superior. Pero eso no servía de mucho cuando tenía que enfrentarse al miedo.
No es que temiera al agua siempre. Era capaz de ducharse, y también era capaz de cocinar o de hacerse café sin problemas. Y tampoco sentía miedo de la lluvia, a menos que estuviera cayendo un diluvio, pero esos temores eran, dentro de lo que cabía, lógicos. Pero cuando veía algo similar a siquiera un pequeño estanque, el miedo comenzaba. Sentía que su cuerpo se paralizaba, y que lo que quería, más que nada en el mundo, era alejarse de aquel lugar.

Eso tenía que cambiar, y por eso estaba ahí.

Tragó saliva y muy, muy despacio, comenzó a moverse hacia el borde de la piscina. Tras unos segundos de duda, alzó un pie y lo metió en el agua. No fue difícil, fue como bajar un escalón un poco alto. El agua estaba fría en comparación con el ambiente cálido y húmedo de las instalaciones, y le resultaba extraño notar la sensación que causaba el tener su pie sumergido. Tras los primeros segundos en los que no sucedió nada, metió su otro pie. Siguió sin pasar absolutamente nada. Intentó caminar un poco; encontró algo de resistencia, una especie de peso que ralentizaba sus movimientos, al tiempo que sus piernas cortaban el agua y creaban pequeñas olas. Era una sensación extraña, pero no incómoda. Siguió caminando, dando vueltas por la pequeña piscina circular, y se encontró sonriendo de forma estúpida. Aquello era hasta divertido.

No estaba seguro de atreverse todavía con la piscina para adultos, pero al menos había comenzado a perderle miedo al agua.



—Esto es un churro.

El “churro” era un largo cilindro curvado de gomaespuma, más largo que alto era él, de un brillante color rosa. Los había de otros colores, pero estaban siendo utilizados por otras personas en la piscina.

—De momento, ve entrando en el agua. Ahora te explico como se usa.

Tragó saliva. Sabía que tenía que enfrentarse a una piscina profunda para aprender a nadar, pero no dejaba de ser algo a lo que le costaba hacer frente. Está bien, se dijo. El agua no hace daño. La experiencia con la piscina infantil se lo había demostrado. Y allí había un montón de gente. Incluso si se hundía como un peso muerto, alguien le rescataría en seguida, de eso estaba seguro. Pero aunque era capaz de pensar en aquello, no podía dejar de asustarse ante la idea de que, de verdad, iba a ahogarse.

Viendo el temor asomar a su cara, la instructora sonrió para tranquilizarle.

—No te preocupes. Solo tienes que tumbarte boca arriba y quieto, y no te hundirás.

—¿Es tan fácil?

—Sí. Es el principio de Arquímedes, ¿sabes?

Suponía que sí. Pero una vez más, saberlo no ayudaba a aplacar aquel miedo. Miró el “churro”, preguntándose si de verdad serviría para algo, antes de dirigirse a la escalerilla de la piscina. Se metió en el agua lentamente, escalón a escalón, hasta que no hubo más, entonces dejó caer su cuerpo agarrándose con fuerza a las barras de metal. Al principio se hundió, pero en seguida su cuerpo se levantó, empujado por el agua. Se le cortó la respiración durante unos instantes, pero luego notó que su cuerpo recuperaba un nivel adecuado, y se tranquilizó un tanto. Era cierto que sus pies no estaban tocando el suelo, pero si se agarraba, no había mayor problema. Despacio, muy despacio, aferrándose al borde de la piscina, se alejó de la escalerilla. La instructora se acercó a él.

—Antes de ponernos con el churro, vamos a hacer un par de ejercicios agarrados al borde de la piscina, si te parece bien.

La mujer le dio instrucciones para que extendiera los brazos y se tumbara boca abajo en el agua. O más bien, que dejara las piernas extendidas y dejara que el agua las empujara hacia arriba. Luego, le indicó cómo tenía que usar sus piernas en el agua. Primero, con movimientos similares a los de las patas de las ranas, y luego pataleando con una pierna u otra. Tras un par de tandas de este tipo, le entregó el “churro” rosa.

El largo cilindro de gomaespuma flotaba fácilmente en el agua. La mujer le indicó que se lo pasara por delante del pecho y por debajo de los brazos, antes de que se soltara del borde. Se encontró conque, en contra de lo que había esperado, aquel arreglo sostenía su cuerpo por encima de la superficie con bastante facilidad.

—Bien, ahora, intenta patalear como antes, teniendo cuidado de mantenerte a flote, ¿de acuerdo? Pon el cuerpo en horizontal y usa las piernas para moverte.

Lo intentó y al poco tiempo se encontró avanzando lentamente por el agua. Poco a poco, el nerviosismo fue dando paso a la euforia. Se olvidó por completo de la posibilidad de ahogarse, concentrándose en alcanzar el extremo de la piscina, dando la vuelta y deshaciendo el camino que había hecho. Aquello de verdad era divertido. Tanto que cuando la instructora le dijo que el tiempo se acababa, sintió lástima. Había sentido tanto miedo… De verdad, qué absurdo había sido.

No podía esperar a la siguiente sesión.



Todos los días, los ejercicios comenzaban al borde de la piscina. Al principio, trataban de enseñarle como mover las piernas, pero poco a poco pasaron a ser ejercicios de respiración. Aprendió a cómo debía respirar, y a meter y sacar la cabeza del agua. Una vez eso pareció dominado, la instructora el cambió el churro por lo que llamó una “tabla”. Era un rectángulo de color azul y un par de centímetros de grosor, rígido y de un material esponjoso. Tuvo un momento de pánico al no tener algo que soportara su cuerpo, pero esto duró poco al ver que, como le dijo en su momento, mantenerse tumbado sostenía de por sí el cuerpo. La instructora le comenzó a explicar lo que tenía que hacer con aquel objeto. Era para que comenzara a practicar los movimientos de los brazos. Una vez más, aquel avance fue divertido y se encontró alegrándose de haber comenzado aquel proceso.

Y después de unas cuantas semanas llegó el momento en el que dejó de usar la tabla y comenzó a nadar por sí solo.

Si tuviera que describir lo que había sentido cuando por fin no necesitó ninguna ayuda para moverse a través del agua, lo haría con la palabra “liberador”. Era divertido, desde luego, y cansado, pero sobre todo sentía como si su mente se hubiera liberado del peso que era su hidrofobia. Lo que había delante de él eran nuevas posibilidades a las que no habría tenido acceso de no haber dado ese primer paso en la piscina infantil.

Aún le quedaba, por supuesto. Apenas podía nadar a braza y estaba comenzando con el crol. Ahora tenía, según su instructora, que mejorar su técnica. Pero eso era algo que podía tomarse con calma. A fin de cuentas, no había empezado a hacer aquello para competir contra nadie o como alguna especie de tarea para la que tuviera una fecha límite. Tenía toda una larga vida por delante para mejorar y disfrutar de aquello que tanto le gustaba.

Bueno, puede que toda la vida fuera una exageración. A fin de cuentas, había una razón por la que había decidido hacer frente a su hidrofobia.



El agua de la poza estaba extremadamente fría, pero era de esperarse. Sabía que no tardaría en acostumbrarse a la temperatura. En cuanto nadara durante un rato, se le quitaría el frío. Después de eso, lo difícil sería salir. Braceó tranquilamente hasta el centro del profundo pero pequeño remanso de agua, y esperó.

La cabeza de la limnátide asomó por encima de la superficie. Solo mostraba los cabellos de un negro que era casi azul, y los ojos de un tono celeste pálido.

—Has venido— escuchó que le decía, a pesar de que su boca todavía estaba sumergida.

—Sí. Tal y como prometí.

—¿Has venido a casarte conmigo? Eres un iluso.

Sonrió.

—¿Quién ha hablado de casarse? Sólo he venido a hablar.

—¿Hablar?— la limnátide bufó—. Los hombres humanos solo nos quieren para tener sus hijos y atender sus casas.

—Ah, pero entonces eso está bien, ¿no es así? Porque yo no soy un ser humano.

Ella abrió mucho los ojos, antes de negar con la cabeza, pero él se rió.

—Soy un jinn. Un hijo del fuego— siempre había temido el agua por su naturaleza, pero ahí estaba, chapoteando en una poza con una ninfa—. Y creo que derrotar un miedo para conocer a alguien nuevo merece mucho la pena. ¿No es eso mejor que estar solo?

1 comentario:

  1. ¡Qué relato más bonito! Sobre todo el final.Mágica. Me ha gustado mucho.
    Un saludo.

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