domingo, 7 de junio de 2020

52 Retos de Escritura (XXIII): No hay monstruos en el armario

Reto #23: Un niño ve cómo su abuelo mata a su madre. Explica el terror que siente al presenciar todo y por temer que le encuentre.


NO HAY MONSTRUOS EN EL ARMARIO


Los monstruos, descubre uno con la edad, no se esconden en los armarios, sino en la mente de las personas. Es una verdad que se tarda en descubrir años y años de observaciones y experiencias, a medida que se va madurando y se llega a ser una persona adulta.

Leila acababa de descubrir esta verdad de forma súbita a los seis años.

Ni siquiera lo había pensado al meterse allí. En realidad, no había pensado más que aquel era un lugar en el que no la buscarían. Su pequeña mente, todavía en proceso de desarrollo, no había dado para mucho más. Ni siquiera era capaz de procesar lo que estaba ocurriendo. Sólo sabía que debía estar quieta, y que debía estar callada, y que tenía mucho miedo.

Su abuelito se había convertido en un monstruo.
Era la única explicación que su mente encontraba. Su abuelito no era así. Era cierto que era algo olvidadizo, y que a veces conversar con él era como dar vueltas, pero era muy bueno y muy amable. Le contaba los mejores cuentos siempre, aunque a veces repetía algunas partes sin darse cuenta, y conocía un montón de juegos interesantes. A veces discutía con mamá y papá, pero siempre se solucionaba. Había estado viviendo con ellos desde que tenía uso de memoria, aunque su hermano mayor, que la sacaba bastantes años, le había dicho que en realidad llevaba poco tiempo con ellos. Para ella, cuatro años era toda una vida, así que se le hacía difícil pensar en aquello como “poco tiempo”. Había estado junto a ella desde siempre. Y por eso, no podía entrar en su cabeza que él, que su abuelito, hubiera hecho lo que había hecho.

Le había hecho daño a mamá.

No recordaba el sueño que había estado teniendo. Solo que de repente había abierto los ojos en medio de la oscuridad de su cuarto. Durante unos momentos se había quedado allí, atontada, a medio camino entre el sueño y la vigilia, hasta que volvió a escuchar lo que la había despertado. Alguien… No, su madre había estado gritando desde una de las habitaciones, pidiendo ayuda. En aquel momento no había pensado que fuera raro. A veces, su madre la llamaba desde el otro extremo de la casa para que la ayudara con algo. Era demasiado pequeña, y estaba demasiado dormida, como para plantearse que aquello fuera raro. Medio adormilada, había andado hasta la habitación de sus padres, que era de donde venía la voz.

La puerta estaba entreabierta, y la luz estaba encendida. Unos ruidos extraños salían de ella, y podía escuchar la voz de su madre y de su abuelo. Sin pensarlo, abrió un poco más la entrada y se coló en el cuarto.

Entonces lo vio. Vio a su abuelo forcejeando con su madre. En la mano llevaba un enorme cuchillo, el más largo que había en la cocina. En su cara había una rabia tremenda que no le había visto ni siquiera en las peores discusiones con sus padres. Su madre le sujetaba la muñeca con una mano, mientras que con la otra le agarraba del hombro, intentando empujarle. Su madre debió escuchar el ruido que había hecho al entrar, porque giró su cabeza hacia ella y abrió mucho los ojos.

—¡Leila, vete a pedir ayuda!— gritó.

En ese mismo momento, tal vez porque había perdido un poco la concentración, la mano que sostenía la muñeca resbaló, y el cuchillo bajó con una rapidez que no debería haber sido normal y se clavó en el hombro de su madre. Esta lanzó un aullido de dolor que fue cortado cuando el cuchillo bajó una segunda vez y se clavó en su pecho, a la altura del corazón. Su madre se desplomó de inmediato.

La había llamado, creía haberla llamado. Pero entonces había visto la cara de su abuelo. No, no era su abuelito; era un monstruo. La cara era la de su abuelito, pero estaba salpicada de sangre y estaba torcida en una mueca de furia y odio, y sintió verdadero miedo. Definitivamente, no era su abuelo.

El monstruo sonrió. Era la sonrisa de su abuelito, pero al mismo tiempo no lo era porque pertenecía al monstruo.

Y entonces Leila hizo lo único sensato que una niña de su edad podía hacer. Salió corriendo a esconderse.

Durante un buen rato, escuchó que la llamaba. Decía que todo estaba bien. Que la protegería, que todo lo había hecho por ella. A cada palabra que escuchaba, se encogía más y más en la esquina del armario, rogando a algo más poderoso que ella que por favor no la encontrara. Apenas se atrevía a respirar. Ni siquiera era capaz de llorar, estaba demasiado asustada como para hacerlo. No quería que la oyera. No quería que la encontrara.

En el exterior, las voces dejaron de sonar durante un tiempo, el suficiente como para que se preguntara si era seguro salir ya y correr. Pero entonces escuchó de nuevo voces, durante un rato bien largo, y alguien que llamaba a una puerta a golpetazos, y de nuevo el miedo la pudo y se acurrucó contra el fondo. ¿Estaría buscándola por los armarios? Aterrorizada como estaba, no era capaz de distinguir de dónde venía cada sonido, o qué era lo que lo producía. Solo podía esperar que el monstruo no la encontrara.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se había encerrado en el armario, cuando escuchó los pasos que entraban en la habitación. Sintió como su garganta se cerraba. Quien fuera que estuviera en la habitación (el monstruo, le decía su mente, era el monstruo que venía a por ella) dio varias vueltas como si estuviera buscando algo antes de detenerse delante del armario. Cerró los ojos con fuerza y rezó para que por favor no la encontrara allí, que no la viera allí.

La puerta se abrió de golpe.

—¡Leila!

La voz no era la de su abuelito.

—¡Papá!— llamó, abriendo los ojos para encontrarse con la figura de su padre.

La cogió en brazos como cuando era aún más pequeña y la abrazó con fuerza. Ella respondió al abrazo. Liberada de la tensión que había sentido hasta ese momento, se echó a llorar con toda la fuerza de sus pulmones. Papá estaba vivo. Estaba vivo y estaba con ella y no iba a dejar que el monstruo la hiciera daño como había hecho con mamá. Ya no la iban a hacer daño.

Poco a poco, el miedo y la angustia se disolvieron en las lágrimas, dejando solo la fatiga que volvió pesados sus párpados y la sumió de nuevo en el sueño.



Tras aquello, conoció muchos monstruos de la mente. Trauma, pesadillas, depresión. Batallaría con ellos durante muchos, muchos años, porque aquellos eran monstruos insidiosos contra los que difícilmente se podía vencer. Comparados con ellos, las criaturas escondidas en las sombras del armario no eran más que hermanitas de la caridad.

Pero el monstruo que lo inició todo, el que sustituyó a su abuelo aquella noche, aquel era invencible.

Se llamaba “demencia senil”. Y contra él solo se podía esperar la muerte.

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