domingo, 10 de mayo de 2020

52 Retos de Escritura (XIX): Sombra

Reto #19: Trabaja el trasfondo de tus personajes para explicar por qué tu protagonista es un buen samaritano que daría su vida por los demás.

Nota de la autora: Este relato está basado en unos libros que estoy escribiendo. Hay spoilers, advertidos quedáis.


SOMBRA


Dime, chico, ¿por qué luchas?

Tenía una respuesta a eso: porque soy el Yatagarasu.
La respuesta era rápida, concisa y sincera. Si estaba en aquel lugar, vigilando las sombras que rodeaban la isla mientras sus compañeros dormían en sus habitaciones, era porque había recibido el nombre y el poder del mensajero de Amaterasu. Todo lo que estaba haciendo, todas las decisiones que tomaba, todo tenía su raíz en este hecho. En que se suponía que iba a ser uno de esos tan cacareados “superheroes”.

Pero en realidad eso era una simplificación. Ser el Yatagarasu no era algo que se eligiera o que se otorgara a la ligera. A veces, si se paraba a pensarlo un momento, incluso después de dos años le costaba creerse que estuviera en esa posición. De no haber sido por… por lo que le pasó a su padre, él no habría estado allí. No tendría ni el título ni los poderes. Tal vez los habría ambicionado, o podría ser incluso que no hubiera querido saber nada de ellos. Pero su relación con los mismos habría sido completamente distinta.

Había sido elegido para esto desde el momento en que nació. Él sería el siguiente Yatagarasu, siempre que pasara la prueba. No recordaba un solo momento de en el que este hecho no hubiera sido una certeza para su familia. Si todo hubiera sido normal, habría acabado siendo un cliché viviente, el genio predestinado a un gran poder con una personalidad insufrible que acababa siendo apalizado por el esforzado protagonista. A veces habría preferido que fuera así.

Pero entonces, el anterior Yatagarasu… no, su padre había sido asesinado.

Tenía ocho años y solo entendía que algo malo había ocurrido, y que su padre ya no estaba. Nunca volvería a estar. Aquella figura invencible que ganaba a todos los malos ya no era invencible. Ya no era. Un trago difícil de pasar para un niño tan pequeño. Su padre era su referente, alguien a quien admiraba, a quien quería imitar, a quien ansiaba alcanzar para, una vez a su lado, sonreírle y apoyarle. Esos sueños infantiles fueron borrados de un plumazo. De su padre ya no quedaba nada, era lo que pensaba entonces. Ni siquiera quedaría el cuerpo, enterrado en el cementerio donde sólo habría una lápida que no le sonreiría nunca más.

Se dio cuenta mucho más tarde de que se había equivocado. Su padre sí había dejado algo: su inmensa sombra. Una de la que no se veía capaz de salir. Había dado su vida por proteger a la gente, hasta el punto de perderla. Había sido valiente, fuerte y amable, un ejemplo a seguir. Su desaparición aumentaba sus virtudes y borraba sus defectos, y de pronto se había convertido en una meta inalcanzable. Nunca sería como él, nunca estaría a la altura. ¿Cómo podía siquiera alcanzar a alguien que había muerto intentando que los demás pudieran vivir? Era simplemente imposible. No tenía fuerzas para hacer ese sacrificio. No era digno de llevar el manto de su padre.

Pero la espada no había parecido compartir sus dudas.

¿Por qué luchas?

Esa pregunta aún resonaba como un eco en su cabeza. Luchaba porque su padre ya no estaba, y alguien debía ocupar su lugar. Porque la gente necesitaba al Yatagarasu, necesitaba a alguien que les ayudara cuando nadie más podía ayudarles. Eso le habían inculcado, y eso haría, aunque no fuera jamás lo que había sido su padre.

Sería más fácil de llevar si la gente no fuera de la opinión de que estaba equivocado.



La noche de la prueba, la espada el enseñó una visión.

Todos aquellos que eran aceptados por la espada y recibían el manto del Yatagarasu también tenían una visión. Era al mismo tiempo una advertencia sobre futuros peligros, una recomendación sobre las acciones que debían realizar, y un juicio sobre su valía.

Incluso después de dos años y de darle mil vueltas, era incapaz de darle un sentido a la suya. Recordaba ver cuervos, y sombras, y una gema resplandeciente. Pero, sobre todo, recordaba al cuervo de tres ojos y tres patas. Un yatagarasu. Si aquello tenía un significado, lo desconocía, pero su abuelo, que rara vez expresaba sus emociones, había estado satisfecho. Sólo aquellos con las misiones más importantes veían al cuervo de tres ojos. Era sin duda una señal de lo bueno que iba a ser, de la importancia que iba a tener.

Tu padre estaría orgulloso.

¿De verdad lo estaría?

Tener una misión importante no quería decir que fuera a ser capaz de cumplirla. La posibilidad de fallar existía y, cuanto más grande fuera el riesgo, peores serían las consecuencias. Tenía miedo, sin lugar a dudas, el mismo miedo que había tenido cuando se había enfrentado a la prueba. Cuando el Yatagarasu falla, no es sólo su vida la que se pierde.

Ese era un miedo difícil de derrotar, pero al menos había logrado enfrentarlo, lo suficiente como para que la espada lo eligiera a pesar de ello. Creía que jamás podría deshacerse de aquel terror, pero había algo que podía conjurarlo, al menos durante unos momentos.

“Sólo yo puedo responsabilizarme.”

Era cierto que la espada bien podía encontrar otro candidato. El Yatagarasu era una cuestión familiar únicamente porque e sucesor era entrenado desde casi antes de que pudiera andar. Él era tan solo la primera de múltiples opciones que existían en el mundo. Pero, ¿eso no era cargarle la responsabilidad a otra persona? ¿No era poner en riesgo la vida de otra persona, de un inocente, sólo por librarse de aquello que más temía? Tal vez eso era lo que le empujaba a seguir incluso si la idea de fallar lo aterraba: otro tendría que ocupar su lugar, y tendría que sacrificar su vida. No podía permitir algo así.

Puede que jamás pudiera llegar a emularle, pero no haría nada que pudiera avergonzar a su padre.



Antes, el Yatagarasu había permanecido oculto. Sus actos eran discretos, y su existencia a ojos de la gente se reducía a poco más que una leyenda urbana sobre una criatura que se dedicaba a cazar a los yakuzas de Aomori cuando estos sacaban demasiado el pie del tiesto. Pero durante los primeros años de su padre llevando el manto, hubo un incidente que le sacó a la luz. No pensaba que aquello fuera malo de por sí. Su padre había conocido a mucha gente, había hecho extraños amigos, y había ayudado a muchísimas personas. Pero tal vez era mejor que el Yatagarasu volviera a las sombras de las que nunca debería haber salido. Y durante dos años eso fue lo que hizo: centrarse en lo que le rodeaba y en no descubrir que había un nuevo Yatagarasu. Era mucho más sencillo así.

Hasta que llegó una de las amigas de su padre.

No puedes esconderte para siempre.

La Archimaga Obright, la llamaban. Estaba considerada una superheroina a pesar de que ella misma negaba este extremo. Conocía el secreto de la familia, y los había seguido visitando incluso después de la muerte de su padre. En ocasiones anteriores no era más que alguien que estaba de paso e iba a saludar a viejos amigos, pero en aquella ocasión la cosa era distinta. Obright venía con una propuesta para el Yatagarasu.

Había una profecía. Era una profecía absurda que hablaba de tres personas bendecidas por el Sol que despertarían a una criatura que destruiría el mundo. Como esa, había cientos de miles, y tenía la misma credibilidad. Pero al parecer alguien estaba convencido de que esa profecía era real, y estaba dispuesto a todo para frenarla. En realidad, ese alguien era varias personas. Muchas personas. Y creían que el momento en el que la profecía iba a cumplirse estaba cerca. Y varias de esas personas habían decidido crear una institución para dar clases a metahumanos, a futuros superheroes, con dos fines. El primero era formar a nuevos superheroes que pudieran enfrentarse a la amenaza, y el segundo era encontrar a las personas que las que hablaba la profecía y asegurarse de que no llegaban a reunirse y a despertar a aquella supuesta criatura.

Obright no creía en la profecía. Y aunque estaba de acuerdo con el primer punto de esa escuela, el segundo no le hacía gracia. Temía por aquellos que pudieran ajustarse a la descripción de los “Hijos del Sol”, como los llamaban. Y necesitaba ayuda.

Por qué iba a necesitar a un estudiante de instituto, le había preguntado. Él no tenía fuerza para hacer frente a semejante labor. No estaba preparado para ese tipo de responsabilidad. Si fallaba en cualquiera que fuera el plan que habían ideado la maga, habría gente que sufriría. ¿Cómo podría presentarse delante de su padre si ocurría eso? Además, ¿no entraba también él dentro de esa descripción? Era mejor que se mantuviera como hasta ahora, oculto y haciendo aquello que realmente podía hacer.

Pero ella no estaba de acuerdo.

No puedes esconderte para siempre.

Tarde o temprano, volvería a salir a la luz, lo quisiera o no. Incluso en ese momento, el mundo estaba cambiando, y no sería sorprendente que apareciera alguien como aquel que había descubierto la existencia del Yatagarasu a los demás. Si en ese momento estaba solo, ¿no sería un peligro para él y para los demás? Si aceptaba ayudarla, no estaría solo. Tendría gente que estaría dispuesta a ayudarle, estuviera o no en el anonimato. Además, ¿no quería él estar ahí para aquellos que fueran como él?

Yo no soy mi padre, le había dicho. Yo no puedo hacer las cosas que él hacía. No soy capaz.

Nadie espera que seas tu padre, le replicó ella, sólo esperan que salves a la gente que lo necesita. ¿No es eso lo que hace el Yatagarasu?

Sí, eso era lo que hacía el Yatagarasu.

Varios meses después, se encontraría volando hasta el otro lado del planeta, a una academia en una isla en el Atlántico, y en busca de una chica que había sido elegida por un dios solar ese mismo verano.



¿Por qué luchas?

Luchaba porque era el Yatagarasu.

Porque le habían educado desde que era un niño para hacer aquella labor. Porque su padre, al que él no dejaba de ver como un gigante inalcanzable, había muerto haciendo aquella labor. Porque a pesar de sus temores, no sacrificaría a nadie para que ocupara su lugar. Y porque alguien le necesitaba.

Salvar a todo el mundo es imposible. Si lo había sido para su padre, para él desde luego era aún más cierto. Así que haría lo siguiente mejor: salvar a todo el que pudiera.

De momento, se conformaría con proteger a la loca que dormía tres pisos más abajo, que de vez en cuando hablaba con la voz de un dios y que brillaba como el mismísimo sol.

Era un comienzo, ¿no?

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