domingo, 15 de noviembre de 2020

52 Retos de Escritura (XLVI): La Guerra de los dientes

Reto #46: Mezcla en el mismo relato a Bigfoot, el hada de los dientes y un cabrero.

 

LA GUERRA DE LOS DIENTES

 

Según los registros, la guerra entre el Hada de los Dientes y el Ratoncito Pérez comenzó a finales del siglo XX, cuando el Hada intentó invadir el sur de América, introduciéndose de forma forzosa en el mercado del señor Pérez. Ni que decir tiene que los métodos invasores de aquella figura anglosajona fueron respondidos con firmeza y tácticas inteligentes, por lo que los constantes ataques fueron repelidos, y el señor Pérez pudo seguir con su boyante negocio con la alegría que le caracterizaba. Por supuesto, no había estado directamente en el campo de batalla, viendo que su casa seguía como siempre en la calle Arenal de Madrid, pero estaba en constante comunicación con sus hijos mayores, que eran los que habían expandido el negocio, y ninguno de ellos era un estúpido.

Tras los primeros años de rencillas y batallas comerciales, la cosa se había calmado bastante, y lo cierto era que el Ratón Pérez y su familia estaban contentos con que se quedara así la cosa. ¿Qué problema había en que cada uno mantuviera su negocio en los lugares en los que se habían establecido? A fin de cuentas, aquel era un mercado con poca competencia y en el que todos podían medrar. Pero el Hada de los Dientes no lo veía así, y estaba dispuesta a todo con tal de ampliar su territorio y adquirir así todos los dientes de leche del mundo, en un monopolio absoluto que la haría la reina del mercado de dentaduras infantiles. Así que durante aquellos años de supuesta paz, comenzó a pergeñar un plan para por fin derrotar a su adversario.

La verdad era que si el Hada de los Dientes hubiera primero consultado aquel plan con cualquier otra criatura mística ancestral, le habrían dicho que era mala idea. Santa Claus, por ejemplo, le habría asegurado que no era buena idea soliviantar a otras entidades similares, y que tal vez debería buscar un tratado que les permitiera convivir, como él había hecho con los Reyes Magos. El Conejito de Pascua le habría recomendado abstenerse de intentar siquiera acercarse al país, donde sería mirada con desprecio por intentar adueñarse de algo que ya le había pertenecido a otro desde antes de que ella existiera. Y cualquier críptido con dos dedos de frente le habría advertido que al otro lado del océano había cosas muy viejas y muy malencaradas que harían que el Wendigo se lo pensara dos veces antes de cruzar. Pero el Hada no consultó con nadie. Bueno, eso es una mentira, el Hada consultó con una sola criatura. Y esta criatura fue el Bigfoot.

Bueno, sería más correcto decir que fue un Bigfoot, porque había más de uno, por supuesto. Los Bigfoot se habían ido moviendo más y más al norte, a los bosques inexplorados y a lugares ocultos a medida que la humanidad iba ganándole más terreno a la naturaleza. El Hada sabía que eran, por lo general, pacíficos, pero también que no eran especialmente brillantes. Siendo sinceros, no había ido allí a consultar a un Bigfoot si su plan era buena idea o no, sino a conseguir convencer a uno de que se uniera a ella en su cruzada particular con el Ratoncito Pérez. El que encontró era más tonto aún que la media, y no tuvo que hacer demasiado para convencerle de que aquello era buena idea. Cierto que el Bigfoot había señalado que él era una criatura de bosques y que el Ratón era de ciudad y era difícil que se encontraran, ¿y cómo harían para viajar? Pero eso eran detalles insignificantes que se resolverían según fueran apareciendo, o eso dijo el Hada, segura de su victoria.

Tal vez alguien debería haberla avisado de los humanos.




Paco llegó al bar un poco antes de la hora de la cena. Los parroquianos se miraron extrañados porque rara vez Paco asomaba la cabeza por allí, y menos aún antes de cenar. Para acabar de convencerles que el fin de los tiempos había llegado, según se sentaba a la barra, habló con su voz grave y rasposa.

—Un güisqui doble.

Ahora, no es que Paco fuera un abstemio convencido, porque cuando pasaba por el bar, ya fuera después de cenar o cuando había partido de fútbol de los buenos por la tele, bien que pedía su caña. A veces, cuando estaba especialmente preocupado, pedía un carajillo o un aguardiente. Así que si se presentaba sin estar comido pidiendo una bebida fuerte en cantidades mayores de las habituales, era normal que todos los que le conocían se preguntaran qué era lo que había pasado. Fuera lo que fuese, no podía ser bueno.

La dueña del bar, insegura de qué era lo correcto hacer, le sirvió lo que había pedido, con una generosa cantidad de hielo en la esperanza de rebajar el alcohol, y una tapa de fritos. Luego le preguntó:

—¿Qué cojones ha pasao?

Paco observó el vaso como si lo que se le estuviera pasando por la mente fuera bebérselo de un trago, pero luego prefirió dar un sorbo tentativo. Tras aquella pausa cargada, se decidió a hablar.

—Mira, no sé qué cojones ha pasao. Ni siquiera estoy seguro de haber visto lo que creo que he visto. No se lo creería ni el cura.

Eso, una vez más, era preocupante, porque su cura era crédulo más que fanático de los milagros, y era fanático de los milagros al extremo. Marga, la dueña del bar, estaba preocupada sobre lo que pudiera haber visto Paco. Que algo ennervara tanto al cabrero no podía ser bueno.

—Si no nos dices lo que has visto, no vamos a poder ayudarte. ¿Qué mierdas ha pasao?

Paco tomó aire y comenzó su relato.




Había estado llevando a las cabras hacia el monte, como siempre. Sus perros, Negro, Puntos y Barril, controlaban a los animales del rebaño de la forma habitual. Todo era como en cualquier otro día de sus vidas. De vez en cuando lanzaba un silbido que era una orden para sus canes, y estos la cumplían de inmediato. Ahora, a medida que la noche se venía encima, volvía a su granja donde guardaría a las cabras en su vallado. Esa noche no tenía nada que hacer después de cenar, así que pensó que tal vez podría ir al bar a tomarse una caña y hablar con sus vecinos del pueblo. Como estaba todo el día fuera, no se enteraba demasiado de las cosas y quería enterarse de los últimos cotilleos.

Pero, de pronto, las cabras se pararon. Al principio solo unas pocas, las más perceptivas, pero en seguida fue todo el rebaño. Y por más que ordenaba, ninguna le hacía caso. Después de tantos años pastoreando con aquel rebaño, era capaz de leer el ánimo de sus animales, y pronto le quedó claro que sus pobres cabras estaban en alerta, como esperando saber si tenía que cargar o huir. Pronto le llegó el sonido de un gruñido, y se preocupó al comprobar que provenía de Barril. De sus tres perros, Barril era el más pasivo y calmado, así que verlo en una actitud agresiva no era buena noticia. Con una voz seca y baja le dio la orden de mantenerse en el punto antes de agarrar fuertemente su bastón para acercarse e intentar averiguar qué estaba pasando.

La visión con la que se encontró fue surrealista. Había una criatura peluda que parecía un orangután famélico, todo cubierto de pelo marrón, con enormes pies y manos, que estaba haciendo unos movimientos extraños con la cabeza gacha y la mirada fija en algo pequeño y de un color grisáceo. Con la luz de la tarde habría sido complejo adivinar aquel color, pero era posible verlo gracias a lo que era una polilla sobredimensionada de color rosáceo que parecía brillar con luz propia y que, lejos de revolotear como cualquier mariposa o polilla, se estaba manteniendo fija en el aire. Una voz de mujer gritaba en inglés, y no podía estar seguro de dónde venía, aunque parecía provenir de la zona general donde aquella especie de polilla rosa brillante se movía. No entendía ni una sola de las palabras; era capaz de reconocer el idioma porque lo había estudiado en el colegio cuando era niño, pero ya de por sí no le había interesado demasiado, y una vez salió del colegio para cuidar del rebaño aquellos escasos conocimientos se fueron desvaneciendo poco a poco. Lo único que podía hacer era reconocer el idioma en sí, sin saber una sola de las palabras.

En cualquiera de los casos, aquello era raro de narices y estaba asustando a sus animales, así que hizo lo que un hombre de su naturaleza haría: acercarse hasta aquellas cosas extrañas, la vara preparada por si acaso, y espantarlas para que le dejaran pasar.

—¡Eh, fuera de aquí, fuera!— gritó, agitando la vara de forma amenazante.

Pero en lugar de salir huyendo como haría cualquier otro animal, el orangután famélico se giró hacia él como si estuviera extrañado de que hubiera alguien allí. Solo que no era un orangután. No estaba seguro de lo que era, pero era la cosa más fea que había visto en su vida. Tenía una cara humana, más o menos, pero la nariz estaba aplastada contra su cráneo y era mucho más ancha, los ojos estaban hundidos en sus cuencas y su frente era amplia y sobresalía un poco. El aspecto de aquel ser le hizo retroceder, sobresaltado. Para acabar de asustarle, el ser comenzó a gritar con un sonido agudo y desagradable.

El miedo, sin embargo, es una de las herramientas más útiles para la supervivencia de los humanos. Afila tus sentidos y aumenta la adrenalina, preparando al cuerpo para la lucha o para correr. En el caso de Paco, le había preparado para la lucha. Así que cuando la polilla rosa se lanzó contra él, berreando algo que no era capaz de comprender, actuó por instinto y la golpeó con la vara usando todas sus fuerzas. Escuchó un sonoro crujido, y la polilla salió disparada en una curva ascendente hacia su izquierda. Cayó al suelo una decena de metros más allá. La criatura con cara de humano y cuerpo peludo lanzó un nuevo grito. No, esta vez parecía más una exclamación horrorizada. Le vio dirigirse corriendo hacia donde había caído la polilla rosa. Era su oportunidad, se dijo.

Agarró la cosa gris que aquellas dos cosas habían estado rodeando e hizo una llamada de atención a sus animales. Sus perros alzaron sus orejas, y las cabras se volvieron hacia él. Luego dio una nueva orden y el rebaño comenzó a moverse a toda velocidad por el camino que tenían que seguir. El miedo parecía estar dándoles alas. En unos pocos minutos, todos los animales se habían alejado de allí, con él detrás. Una vez estuvo a una distancia que consideró segura, dio orden a sus animales de que siguieran un paso más tranquilo, y entonces miró lo que había cogido del suelo.

Era un ratón. Era de un tono gris, y a parte de estar cubierto de polvo y arenilla, parecía bastante limpio. Unas pequeñas gafitas estaban apoyadas en su diminuto morro, justo delante de los ojos. Cuando todavía se estaba preguntando qué demonios hacía un ratón con unas gafas, una pequeña vocecita surgió de la boca del pequeño roedor.

—Muchas gracias por salvarme de esas terribles criaturas. De no haber sido por ti, solo Dios sabe lo que me habrían hecho.

Paco se quedó completamente paralizado. Un ratón que hablaba. Sin atender a la expresión anonadada de su salvador, el ratoncillo siguió hablando.

—No debes preocuparte, porque ahora iré a hablar con unas personas que se ocuparán del tema. Pero me aseguraré de que mi abuelo te premie como es debido.

—¿Tu… abuelo?

—¡Sí, por supuesto! Seguro que has oído hablar de él. ¡Es el Ratón Pérez!

La mente del cabrero se detuvo en aquel momento, incapaz de procesar aquello que estaba viendo. A fin de cuentas, por muy de pueblo que sea, seguía siendo una persona pragmática que tenía una vida normal y al que todas aquellas historias sobre duendes, hadas y ratones parlanchines le venía grande. El ratoncillo aprovechó su estado medio catatónico para despedirse de él, saltar al suelo y salir disparado, perdiéndose en la penumbra de la tarde que se estaba convirtiendo rápidamente en noche.

Paco no estaba seguro de cómo había llegado a casa, había guardado a las cabras en su recinto y atado a los perros, dejándoles la comida cerca. Cuando se había recuperado del shock, se encontró con que había hecho todas las tareas, así que en lugar de hacer lo habitual, que era meterse en casa y esperar a que la cena estuviera hecha, se fue al bar a meterse el mayor lingotazo del alcohol más fuerte que pudiera encontrar.




El silencio se hizo en el bar, mientras Paco se bebía el resto de su vaso de golpe. Durante varios segundos pareció estar calculando si eso había sido suficiente alcohol, o si debía tomar más. Finalmente, debió llegar a la conclusión de que eso bastaba, de momento.

—¿Cuánto te debo, Marga?

La mujer recuperó su entereza y contestó con el precio, que el cabrero pagó dejando una propina razonable, antes de salir de allí con el paso firme de alguien que estaba todavía sobrio. Todos los parroquianos que estaban allí se miraron los unos a los otros, intentando decidir qué pensar. Por un lado, la historia era completamente absurda. Si cualquier otra persona se la hubiera contado, habrían pensado que estaba loco, borracho o drogado. Pero era Paco del que estaban hablando. El tipo que hacía todo con moderación. Él no iba inventándose historias, tampoco se emborrachaba, y menos aún tomaba drogas. A veces parecía más una máquina que una persona. Era imposible que la historia que había contado fuera mentira, pero al mismo tiempo estaba tan fuera de la realidad que no podían considerar que fuera verdad.

Aquella confusión acabó cuando Marga golpeó la barra con la mano.

—Esto no va a salir de aquí. Olvidaos de que esto ha ocurrío. Aquí no ha pasao na’, ¿entendío?

Como si aquellas palabras zanjaran todo el asunto, los parroquianos volvieron a sus vidas habituales decidiendo que, en efecto, no había pasado nada de nada. Tal vez fuera lo mejor.

Marga se convenció de que su decisión de relegar aquello a un rincón de la memoria fue la mejor idea que había tenido nunca cuando llegaron los dos tipos de Madrid. Un hombre y una mujer, uno hablaba con un acento extranjero que no era capaz de determinar, y la otra era una mujer joven. Ambos le preguntaron si conocía a un cabrero. Les dijo a dónde tenían que dirigirse. Cuando Paco volvió aquella noche, y ella le preguntó si aquellas dos personas se habían encontrado con él, el pastor le dijo que sí, y que se habían ocupado “de la cosa que vi”.

Con el tiempo, las trazas de aquella aventura desaparecieron de todas las mentes, salvo de las de Marga y Paco. Y a partir de entonces, algunas noches, Paco aparecía y pedía un whisky doble, y Marga se lo ponía, y ambos hablaban de las cosas que ambos eran ahora capaces de ver que nadie más veía.




La disputa entre el Hada de los Dientes y el Ratón Perez llegó a su final cuando la Corte Blanca de Madrid intervino para rescatar al Hada después de que esta sufriera unas terrible lesiones de las que nunca quería hablar. La Corte interpuso las distintas denuncias correspondientes, y estableció que las distintas Cortes Blancas de Gran Bretaña y Norteamérica se ocuparían de que el Hada permaneciera en su territorio en todo momento. A fin de cuentas, se había presentado en las cercanías de la ciudad, había intentado amenazar a uno de los miembros de la Corte, y habían despertado a al menos un humano, probablemente a más, poniendo en peligro el equilibrio de la zona. En general, aquello era reprobable, y el castigo recibido podría decirse que había sido… ligero.

En cuanto al Bigfoot que había ido con ella, el pobre había quedado traumatizado por lo que había visto. Fue devuelto a su hogar, donde se ocultó en las profundidades del bosque, alejándose aún más de los humanos. Por lo demás, desarrolló una fuerte fobia hacia las cabras, aunque nadie estaba muy seguro de cual era la razón para ello.

Sobre los humanos despertados, poco podía hacerse. Pero tras unas pocas comprobaciones, la Reina Blanca dijo: “está bien”, y nadie volvió a preguntar jamás por el tema.

El cabrero tampoco habló del hecho de que sus hijos, y posteriormente sus nietos, recibían billetes de cincuenta euros en lugar de las típicas monedas por cada uno de sus dientes de leche.

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