domingo, 19 de abril de 2020

52 Retos de Escritura (XVI): Viaje a la Serenidad

Reto #16: Escribe un relato en el que haya un intercambio de libros.


VIAJE A LA SERENIDAD


En la entrada del centro de día había una mesa, y sobre la mesa había varias pilas de libros viejos. Era un proyecto del centro: las personas mayores podían dejar allí algún libro que ya hubieran leído y lo podían cambiar por otro. Por supuesto, para algunos de ellos era una forma de deshacerse de todo lo que no querían sin llevarse nada, así que al final la pila había acabado creciendo. Por supuesto, estaban los que dejaban un libro y se llevaban varios, pero incluso así, no había forma de que la mesa estuviera vacía. En realidad, nadie impedía que una persona no pusiera un libro y se llevara todos, toda vez que no había vigilancia alguna, pero al parecer los libros no eran algo interesante que robar. Claro que eso era disquisiciones sin importancia, en lo que respectaba a Pedro. La cuestión es que había venido a cambiar una vieja copia de una novela de Maurice Leblanc y pensaba llevarse algo a cambio. No le importaba lo que fuera mientras le resultara interesante. De vez en cuando conseguía encontrar alguna joya, si rebuscaba lo suficiente.

Cuando sus ojos pasaron por encima de los libros, se centraron de pronto en un tomo que era completamente distinto a los demás. Tenía aspecto de ser antiguo, y estaba encuadernado de forma bastante lujosa. Estaba además, para su sorpresa, en un estado envidiable. No lucía ningún título en su portada; en su lugar había un dibujo circular intrincado e indescifrable, que se repetía en la contraportada. El lomo tampoco ofrecía ninguna pista sobre la obra, o sobre el autor de la misma. Las páginas, además, no estaba cizalladas, sino que habían sido abiertas con un cuchillo o algo similar, creando bordes irregulares. Estaba cerrado con una tira de cuero y un cierre con una cerradura para una pequeña llave. Pero, por más que Pedro buscó, no encontró nada que pudiera abrir dicho tomo.

Ah, eso lo explicaba, supuso. La persona a la que había pertenecido probablemente había perdido la llave en algún momento dado y ahora que no podía abrir el libro, lo había dejado allí. Aun así, le parecía un movimiento malo. Por el estado y la edición, debería haber sido capaz de llevarse un buen dinero incluso si solo valía como adorno. Pero bueno, eso no era asunto suyo, pensó mientras dejaba la novela que había traído en la pila más pequeña y cogía el tomo. Si lo había dejado allí, estaba en todo su derecho a llevárselo. Luego si alguien venía preguntando por él, lo podría devolver. Con el libro bajo el brazo, salió del centro de mayores para dirigirse andado hasta su casa.

El trayecto fue tranquilo. El día era bueno y resultaba agradable ir paseando. Llegó a su piso en poco más de media hora y abrió la puerta.

La casa estaba en silencio. Casi siempre estaba en silencio, al menos por las mañanas. Quizás solo rota por el claqueteo de un teclado de ordenador, pero estaba claro que su hija no estaba escribiendo hoy, sino leyendo.

Tras dejar el abrigo en uno de los sillones del salón, cogió el libro y se acercó a la habitación donde estaba el ordenador de su hija. Allí estaba ella, estudiando detenidamente un bloque de texto que era poco más que hormigas para él, mientras tomaba apuntes en un cuaderno cercano a ella. No estaba seguro de que le hubiera oído porque, como era habitual también, tenía las orejas cubiertas por unos cascos. Estaba casi seguro de que estaría escuchando algo de música. Aún así, sabía que si hablaba, aunque no entendiera las palabras, escucharía lo suficiente como para quitarse los cascos. Casi siempre era así.

—¡Ven a ver lo que he conseguido!

—¿Uh?

Tal y como había previsto, su hija se quitó los cascos y le miró.

—¿Qué has dicho?

—Que vengas a ver lo que he conseguido.

—Un momento, por favor— respondió ella, suspirando.

Unos segundos después, había parado todo lo que hubiera tenido que parar, y se había levantado de su asiento para ver lo que fuera que Pedro había traído. Por norma general, siempre mostraba un ligero interés y hacía algún comentario sobre la adquisición, ya fueran libros o alguna comida, y luego volvía a lo suyo. Era una especie de tradición. Solo que aquella vez, su hija frunció el ceño y cogió el libro, dándole vueltas.

—¿Dónde has comprado esto?— preguntó.

—Ah, lo he cogido del centro de mayores.

No era la primera vez que había hecho algo así, por lo que la sorpresa de su hija, obviamente, no era por el hecho de haber cogido nada del centro de mayores, sino porque algo como ese tomo estuviera allí. Vio cómo le daba un par de vueltas al libro, fijándose tanto en la encuadernación como en las páginas. Parecía estar pasando por un proceso de análisis similar al suyo. Puede que algo más avanzado, pensó, al ver que se quedaba mirando los símbolos en la portada.

—Uh. Esto es raro. ¿Debe ser una imitación?

—¿Imitación?

—Sí, quiero decir… tiene un aspecto antiguo, pero los materiales con los que está hecho son modernos. El tacto de la portada es bastante plasticoso, y el dibujo parece que esté simplemente impreso… ¿Esto es tinta UV?— le pasó un dedo por encima—. Sep. Tinta UV. Alguien se ha gastado pasta en esto.

—¿Entonces no es antiguo?

—Pues no lo parece, la verdad. Pero bueno, los cuadernos así valen un cojón.

—¿Piensas que es un cuaderno?

—Digo yo. Tiene pinta de ser un diario o algo, por aquello de la cerradura. ¿No hay llave?

—No había en la…

Antes de que pudiera seguir hablando, se escuchó el tintineo de algo pequeño y metálico golpeando sobre el suelo de baldosas. Los dos miraron hacia el sonido para encontrarse con una pequeña llave metálica de un color dorado que parecía estar burlándose de ellos.

—¿Uh?

—Vaya, ¿dónde demonios la habían metido?

Pedro se agachó para recogerla. Era poco más que una lámina de metal recordada con una forma, casi más un juguete que una verdadera llave. Cogió el libro y probó a meter la llave en la ranura de la cerradura, antes de girar. Con un ligero chasquido, la cerradura se abrió.

—Oh… Es hasta emocionante y todo. ¿De qué va?

—Pues…— Pedro ojeó el libro, pero era una cosa la mar de rara—. ¿Parece un cuaderno de artista?

No estaba seguro de si podía considerarlo como tal. Había dibujos, sí, pero parecían más técnicos que artísticos y, aún así, era obvio que no se trataba de ningún plano o diseño. Además, había bastantes partes escritas, aunque de solo un vistazo no era capaz de reconocer la escritura. Era como si las letras, en su rápida pasada, parecieran hacerse confusas y cambiar de forma de manera constante. Aún así, le resultaba fascinante. Era como si aquel cuaderno deseara ser leído, y parecía que todo ello estaba lleno de aquellos diseños extraños, similares a los de la portada.

—¿Me lo dejas?— escuchó que decía la voz de su hija, pero hizo caso omiso. Estaba demasiado interesado en mirar aquellos diseños y encontrar de qué demonios se trataba aquello.

Normalmente, su hija no volvía a repetir esa pregunta hasta que había acabado de saciar su curiosidad, pero en aquella ocasión no fue así.

—Oye, ¿me lo dejas?

Levantó la mirada del cuaderno y de pronto sintió algo… extraño. Si tuviera que definirlo, eso era… ¿celos? No quería darle el libro, o cuaderno, o lo que fuera a su hija. Ni siquiera por unos minutos. Había tantas cosas interesantes, quería leerlo lo antes posible para poder desentrañar todos sus secretos. De repente, se detuvo, preguntándose de dónde habían venido esas ideas, y dejó el libro sobre la mesa con algo de reticencia. De todas formas, tenía cosas que hacer. Como preparar la comida, sí. Incluso si era algo temprano. Podía tenerla preparada y ya comerían luego.

—Sí, claro, a ver si averiguas algo.

Por un momento, pensó que lo mejor era devolver el libro y llevarse otro más normal. Pero la idea se desvaneció casi de inmediato.



Hasta la hora de la comida, su hija se dedicó a mirar el cuaderno, con el ceño fruncido. A diferencia de él, no había pasado de la quinta página. Tuvo que atajar en varias ocasiones el deseo de arrancar el libro de las manos de ella y llevárselo para leerlo bien. Alguna vez había hecho eso, recordaba, con alguna revista si su hija comentaba sobre cierto artículo. Era algo que sabía que no le gustaba, porque generalmente el artículo estaba a medio leer, pero no podía evitarlo. Sin embargo, esta vez ella estaba callada, no había dicho nada al respecto, y desde luego no estaba nada bien hacerlo. Eso no quitaba para que lo deseara. Cuando se acercaba la hora de comer, la vio cerrar el libro, poner la cerradura en su sitio, y guardar la llave en un bolsillo.

—No creo que debas leer eso— le dijo, una vez estuvieron sentados a la mesa—. Creo que es un trabajo particular de alguien. Una tesis, si me apuras. Tengo el nombre del tipo así que le llamaré para que la recupere.

—¿Con una encuadernación así?

—¿Puede que sea un friki de los cuadernos? Yo tengo unos cuantos con encuadernación en cuero, ¿no es así?

Eso era cierto, se dijo Pedro, pero le sonaba a excusa barata. Era como si su hija no quisiera que lo leyera porque tenía los mismos sentimientos de no compartir aquel tomo y su contenido con nadie. ¿Tal vez ella sí entendía lo que ponía? No, era imposible. Los dos conocían los mismos idiomas…

¿Verdad?

Ahora que lo pensaba, ¿no sabía ella un poquito de japonés? Tal vez era eso, ella sí lo entendía porque era japonés. Poco importaba en su mente que el conocimiento que su hija tuviera del idioma fuera poco más que saber el significado de unas pocas palabras, de algún modo solo podía conjurar imágenes de ella aprendiendo todo lo que contuviera el libro y usando dicho contenido contra él. Incluso si durante unos instantes aquel pensamiento le hizo recular, preguntándose por qué había pensado que su hija haría algo como eso, pronto su cerebro volvió a estar inmerso en la misma espiral. Decidió que haría lo que fuera para conseguir el conocimiento del libro, pero debía esperar a que su hija no estuviera atenta, o tendría problemas.

Lo primero era hacerse con la llave.

Para su desgracia, su hija se quedó con ella durante toda la tarde. No tocó el libro de nuevo, pero sí la vio hablar por el móvil con alguien que parecía, al menos por el tono de la conversación, ser el dueño. No podía estar seguro, desde luego. Podía ser que le estuviera intentando engañar. Era bastante buena mintiendo. Tenía que conseguir la llave y leer el libro antes de que ella lo hiciera. O antes de que se deshiciera de él.

Ni por un momento se le pasó por la cabeza de que esos pensamientos y esos sentimientos no eran en absoluto normales.

Bueno, se dijo, tendría una oportunidad por la noche. O debería tenerla, se dijo. Su hija solía acostarse a medianoche, y levantarse algo más tarde que él. Seguramente podía conseguir la llave antes de que se levantara, sobre todo si él se iba a la cama temprano. Así que puso en marcha aquel plan… Solo que se encontró con que no podía dormir en absoluto. El libro, y su plan, llenaba sus pensamientos, y no era capaz de conciliar el sueño. Finalmente, comprendiendo que no dormiría en absoluto aquella noche, decidió que más valía intentarlo en ese momento.

Entrar en el cuarto de su hija en silencio no fue demasiado costoso. Por fortuna, era alguien que dormía profundamente y que no se despertaba con facilidad, así que mientras no la moviera o causara algún escándalo no habría problema. La llave fue algo más complicada de encontrar. No estaba sobre la mesilla, ni sobre ninguna de las baldas de las estanterías llenas a rebosar de libros, que era donde solía dejar las cosas que llevaba en los bolsillos… Fue entonces cuando se le ocurrió que tal vez no la había sacado del bolsillo del pantalón. No fue difícil encontrar la prenda, puesta encima de un arcón que había entre las estanterías, y solo necesitó un intento para encontrar la preciada llave. Triunfal, pero con el mismo silencio con el que había entrado, salió y se dirigió a la cocina comedor, donde esperaba el tomo que tanto quería leer.

Encendió la luz y llevó el libro a la mesa, abriéndolo por fin. La primera página ya mostraba un párrafo escrito, en una letra elegante que hablaba de alguien que había estudiado caligrafía. Todo estaba manuscrito. Y de alguna manera era incapaz de dejar de mirar o leer. Se dio cuenta de que, a pesar de que las letras no se parecían a nada que hubiera visto nunca, podía entender de qué hablaba. Al principio, no eran más que teorías que parecían venir de un alquimista de cuento, sobre la transformación de materiales y alcanzar la vida eterna, pero pronto comenzaba a desviarse hacia seres ignotos que podían ser invocados para…

En esos momentos, una parte de su mente reaccionó aterrorizada y pensó en cerrar el libro, pero le fue imposible. Como si estuviera atrapado en un sueño, siguió leyendo a pesar de que quería detenerse. Y su cerebro continuaba llenándose de fórmulas y dibujos y cosas para atraer de los rincones más recónditos del universo cosas que no deberían haber existido jamás.

Hasta que alguien le metió un bofetón.

El golpe había sido lo suficientemente fuerte como para hacerle recular, soltando el libro. Alejado de aquella cosa, se quedó confuso durante unos instantes, preguntándose dónde estaba y qué había pasado. Cuando pudo centrar la vista de nuevo, vio que su hija estaba cerrando de nuevo el cuaderno, apoyándose en él con todo su peso como si algo dentro de las páginas estuviera resistiéndose a ello. Tardó unos instantes angustiosos en volver a colocar la cerradura y echar llave. Por un momento le pareció que el cuaderno se revolvía, antes de quedar completamente inmóvil y cerrado.

Su hija se volvió hacia él. Estaba obviamente enfadada.

—Vete a la cama. Y no salgas.

Confuso como estaba, hizo lo que le decía. A pesar del momento tan malo que había vivido, cuando su cabeza tocó la almohada, se durmió.

Para cuando volvió a despertarse, bien entrada la mañana, su cerebro había eliminado todas las trazas de su aventura nocturna.



—¿Dices que estaba en un montón de libros para intercambiar?

—Eso es lo que me dijo mi padre, y no tengo razón para dudar de él.

—Entonces es obvio que querían que alguien lo cogiera. ¿Por qué personas mayores, de todas formas?

—¿No son esas cuestiones que tenéis que resolver vosotros?

A Eloisa no le quedaba más remedio que admitir que su interlocutora tenía razón.

—¿Algún efecto secundario?

—Creo que no. Pero aún así…

—Entonces, dale esto.

Al mismo tiempo que cogía el cuaderno con los dibujos impresos en tinta UV, le pasó otro tomo. Este tenía un aspecto completamente normal. En la portada se leía “Viaje a la Serenidad”.

—¿Uhm? ¿Otro libro?

—Tiene un principio similar, pero ayudará a tu padre a olvidarse de lo que ha vivido. Borrará todas las trazas del episodio. Ni siquiera será un mal sueño.

La otra mujer asintió y lo cogió.

—Gracias— dijo, antes de marcharse.

Eloisa la vio alejarse. Hasta que no la perdió de vista no centró su atención en el cuaderno ofensivo.

—Alguien va a tener que dar muchas explicaciones, me da a mí.

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