HÓNG SÈ
Laozu observó desde la ventana cerrada los fuegos artificiales que estallaban sobre el parque de Pradolongo. El cielo se llenaba de brillantes flores de colores dorado, azul, verde y, sobre todo, rojo. El estallido de los cohetes podía escucharse como un sonido apagado. El espectáculo acabaría pronto, a las ocho y media de la noche. Luego, las familias que estaban participando en el evento volverían a sus casas a disfrutar de la cena, ya fuera una celebración en familia, o simplemente tomar la última comida del día. A la mañana siguiente, las celebraciones seguirían con un desfile que era una pálida imitación de las celebraciones en otros lugares del mundo, pero que traían una pieza de su tierra madre a su patria de adopción. Una que compartían con todos aquellos que venían de otras tierras alrededor del mundo, y con aquellos que habían nacido aquí, fueran de la etnia que fueran.