domingo, 9 de agosto de 2020

52 Retos de Escritura (XXXII): La que guarda los campos

Reto #32: Haz una historia ambientada en el entorno rural de un pueblo de Castilla. Recoge alguna de sus leyendas e intégralas.

 

LA QUE GUARDA LOS CAMPOS

 

La ofrenda floral se hacía, como cabía esperarse, en mayo. El tiempo primaveral era impredecible siempre, pero este año los días habían sido soleados, con lluvias relativamente escasas y una temperatura cálida que anunciaba que el verano sería agobiante. Había muchas cosas por las que esto podía ser preocupante, pero en este caso Olaya tenía que agradecer que al menos los caminos estuvieran secos. Para llegar a la ermita, tenían que subir por un camino de tierra que pasaba entre los sembrados, y era un verdadero incordio recorrerlo con zapatos de vestir, no necesitaba además que el camino estuviera embarrado. Aunque hubiera apreciado una temperatura más fresca. El traje de chaqueta que llevaba era obligatorio para aquella ceremonia, y desde luego no era cómodo de llevar cuando hacía calor. El único consuelo que le quedaba era que todos los demás estaban en la misma situación que ella.

—Así que al final no va a venir— dijo Pedro a su lado.

—Supongo que no— replicó ella.

Pedro sacudió la cabeza, murmurando cosas poco agradables de la persona ausente en la comitiva. Oh, bueno, era de esperarse; el otro hombre era joven y venía de la ciudad. Traía ideas novedosas y muy claras sobre cómo debía dirigir su municipio, y había sabido usar estupendamente los viejos rencores con su predecesor para conseguir su puesto. Pero sentía hacia las tradiciones de su pueblo algo que solo podía ser considerado rencor. Era algo más que no creer en el significado, o de no poseer cierta creencia. Era animadversión. Como si el hecho de que la tradición en sí existiera fuera una especie de insulto hacia su persona.

Era su decisión. Ella no era quien para juzgarle.

Miró hacia la comitiva. Eran los dueños de los campos que rodeaban la ermita, todos ellos trajeados y con aspecto serio. Enfadado, incluso. Uno de ellos farfullaba cosas no muy agradables sobre su propio alcalde. Alguno lanzaba miradas preocupadas al cielo, y a veces se persignaba. Todos parecían considerar que la ausencia de uno de los tres alcaldes fuera una señal de mal agüero.

Olaya consultó su reloj.

—Empecemos. Retrasar esto más sólo conseguirá que acabemos sudando como pollos.

Hubo un gruñido de aceptación general, y la pequeña comitiva marchó por el camino de tierra, subiendo la colina en dirección a la pequeña ermita en lo alto.

Más que una ermita, era la ruina de una. El tiempo y el abandono habían derribado el tejado y dañado una de las paredes. A pesar de ello, estaba en bastante mejor estado que el resto de las edificaciones que había a su alrededor, de las que apenas quedaban rastros. Hacía mucho, mucho tiempo, aquello había sido un pueblo. Una aldea, más bien, dado el tamaño de la misma. Su abuela le había contado cuando era pequeña que aquel despoblado había sido en tiempos un lugar rico en tierras hasta que sus habitantes cometieron un crimen tan horrendo que recibieron un castigo divino incluso en vida, enfermando de un mal que no tenía cura. Finalmente fallecieron todos, solo salvándose una anciana que no había participado en sus terribles actos. Esta anciana había acudido a los tres pueblos y les había narrado lo ocurrido, solicitándoles que hicieran ofrendas a la Virgen en la ermita del pueblo para pedir por las almas de los fallecidos. Y desde entonces hasta aquel día, los pueblos habían llevado a cabo aquella ofrenda floral todo los años, para rezar por los fallecidos y para pedir protección divina contra las enfermedades.

Pero la leyenda era, a fin de cuentas, una leyenda. Su autenticidad era, como se podía esperar, limitada. Había cientos de leyendas así repartidas por los pueblos de toda la zona, un relato más para explicar una tradición que era con toda seguridad más antigua que los propios pueblos. Puede que más antigua incluso que el despoblado en el que se alzaba la ermita abandonada y ruinosa. Olaya no hacía esto porque creyera en la leyenda, o siquiera en que Dios los protegería de la enfermedad solo por ir a dejar unas flores allí. No, lo hacía porque era la tradición.

Había algo poderoso en esa palabra. Tradición. Era una palabra que empujaba a continuar unas ciertas acciones, por absurdas que parecieran. Era lo que se había hecho siempre, algo que llevaba el peso de los años, de los siglos incluso, tras de sí. Algo que había sido marcado al rojo vivo en la mente de las personas, tan difícil de sacar de allí que intentarlo era una tarea de titanes cuyo esfuerzo bien podía no valer la pena. A fin de cuentas, ¿qué había de malo en que un grupo de viejos subiera una colina y dejara unos ramos de flores? Incluso si el significado original se había perdido hacía tanto tiempo que ni el más anciano de aquellos municipios podía estar seguro de haberlo aprendido alguna vez, era algo que hacían, que querían hacer. Era una parte de sus vidas, como lo era regar los campos, sembrar, recoger las cosechas, o llevar a los animales.

Si acaso, ¿no era triste que los pocos jóvenes que quedaran rechazaran aquello como si les hiciera daño?

Bueno, no estaba mal revisar las tradiciones, y cambiarlas. La tradición no era algo inamovible, podía ser cambiado a mejor, pensaba ella mientras sus pasos la acercaban al edificio. Pero eliminarlas por completo era borrar la identidad de los pueblos en los que existían. Puede que ella fuera ya mayor, pero encontraba la idea de borrar todas aquellas creencias de un plumazo como la puntilla a su pequeño pueblo. ¿Cuánto tardarían sus pocos niños y jóvenes en marcharse de allí y dirigirse a la capital, para nunca volver? ¿Qué pasaría cuando todos ellos desaparecieran? Se habían perdido ya tantas cosas, tantos recuerdos… Eliminar los pocos que les quedaban le parecía como desjarretar el espíritu de aquellos pueblos. Y no le gustaba.

Definitivamente se estaba haciendo vieja.

La pequeña comitiva alcanzó la ermita. A pesar de que el estado era ruinoso, había una verja de metal relativamente reciente en el lugar en el que debería haber estado la puerta: un acuerdo entre los ayuntamientos y la Iglesia para al menos intentar evitar que algún vándalo entrara y acabara de arruinar las piedras ya de por si abandonadas. Las llaves estaban en un cajón en el ayuntamiento del pueblo de Olaya, pero nadie las había sacado de allí desde hacía años, porque nadie entraba en la ermita. La ofrenda se dejaría, como todos los años, ante la puerta de la misma. Ambos Olaya y Pedro se miraron antes de dar un paso al frente al unísono. Se acercaron y dejaron sus ramos en el suelo, todo al mismo tiempo. No era realmente importante, nadie se preocuparía de ningún error que pudiera ocurrir allí, mientras todo acabara bien. Olaya recordaba que su primero año se había tropezado y se había quedado tendida cuan larga era en el suelo, que entonces sí que había estado lleno de barro. Había sido ridículo, y desagradable, y todo el pueblo se había estado riendo durante un par de semanas, pero más allá de eso nadie lo había considerado un fallo, o que la celebración, si es que podía llamarse de esa manera, se hubiera ido al traste. No era necesaria la perfección, pero después de todo aquel tiempo, era como si de algún modo esa perfección hubiera llegado.

Tras ellos, el agricultor que había estado murmurando cosas nada favorecedoras sobre su ausente alcalde se adelantó y puso un tercer ramo junto al de ellos. Habían pretendido que lo hiciera al mismo tiempo, pero tenía la sensación de que aquella era su forma de decirle a la virgen que consideraba que el hombre que no estaba allí era un tipejo.

Después de dejar las flores, los presentes rezaron una oración para pedirle a la Virgen que protegiera a la tierra y a sus gentes de desastres, y que les diera una buena cosecha, y tras acabar con aquel trámite, todos ellos se dieron la vuelta y se marcharon por donde habían venido. Todo aquello no había durado más de media hora.

El camino de vuelta fue mucho menos sombrío y formal. Los agricultores comenzaron a avanzar a toda prisa, seguramente deseando volver a su trabajo cuanto antes. Algunos estaban hablando con Pedro, que también tenía un campo como ellos y estaba igual de preocupado. Olaya se había quedado atrás. No tenía demasiado interés en volver a su despacho, y de todas formas había dejado dicho que no volvería en toda la mañana. Era lo bueno de trabajar en la notaría del pueblo, suponía. No era como si se le fueran a retrasar demasiadas cosas, de todas maneras. A mitad de camino, se detuvo.

No sabía qué era lo que le compelía a ello, pero sintió la necesidad de volverse y mirar hacia la ermita. Desde aquella distancia apenas podían distinguirse detalles, pero Olaya la vio: una mujer vestida de un blanco tan radiante que parecía brillar bajo el sol de la mañana. Estaba en la puerta, y las manchas de colores de los brazos parecían indicar que llevaba en ellos los ramos de flores.

—¿Olaya? ¿Pasa algo?

La voz de Pedro la hizo volverse hacia él durante un instante.

—Ah, esto…— volvió a mirar hacia la ermita, pero la mujer de blanco ya no estaba allí, como si solo hubiera sido una ilusión—. Nada. Será mejor que me de prisa y me quite este traje antes de que me de un golpe de calor.

Y recorrió el camino a un paso vivo, intentando ignorar lo que había visto.



—Tal vez era la matre.

Por mucho que lo había intentado, Olaya no había sido capaz de olvidar la figura de la mujer de blanco, así que había ido a consultar con el médico del pueblo. Puede que las cosas hubieran cambiado a lo largo de los años, y ya no tuvieran un cura fijo, o el médico no tuviera todo el poder e influencia que habría tenido en el pasado, pero seguía habiendo una cierta relación. Las tradiciones y las costumbres eran difíciles de cambiar, a fin de cuentas.

El doctor era un hombre de mediana edad, con el cabello oscuro que comenzaba a mostrar canas, y aspecto bonachón. En aquel momento estaba sentado en un banco a la sombra junto con ella, disfrutando de las últimas horas de la tarde. El sol se pondría dentro de poco, y la temperatura bajaría de forma súbita. Los dos acababan de salir de sus respectivos trabajos y pronto tendrían que volver a sus casas, a sus respectivas familias, para finalizar un día más.

—¿La matre? ¿Qué es una matre?

—Ah, bueno, es algo que leí hace tiempo. Me contaron hace tiempo la leyenda del despoblado, de cómo todos murieron de enfermedad y solo se salvó una anciana.

—Conozco esa historia— comentó Olaya con algo de hastío.

—Bueno, al parecer esa leyenda es habitual en pueblos como este. Por supuesto tiene multitud de variantes, pero siempre está la figura de la vieja que permite a los otros pueblos el hacer uso de los campos comunales…

—¿Campos comunales? ¿Hemos tenido de eso alguna vez?

—En esta zona no desde la desamortización de Madoz.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Me entretengo leyendo cosas de historia en internet. Incluso si el nuestro es lamentable, al menos me da tiempo para descargar las revistas.

Hubo una pausa un tanto embarazosa. Una leyenda es una leyenda, había pensado siempre. Descreída o no, y no es que creyera en fantasmas ni cosas del estilo, siempre había considerado que aquellas historias eran falsas, pero nunca había pensado que habría cosas ocultas detrás de ellas.

—Pero la ofrenda se hace a la Virgen— dijo al fin, intentando desafiar aquella idea.

—¿No has oído eso de que la Iglesia tomaba cosas de allá a donde iba y las convertía en cosas cristianas? ¿En vírgenes o santos? La ofrenda es a una anciana vengativa que castigaría al pueblo si no cumplía con su deber en lo que respectaba a los campos. La anciana es la matre, y un rescoldo de las creencias celtas que ha sido disfrazado de cristianismo para sobrevivir durante los siglos.

—¿Así que la ofrenda es para la matre? ¿Por unos campos que ni siquiera son ya del pueblo?

—¿Supongo? No creo que las criaturas de las leyendas se preocupen mucho por los temas políticos.

—¿Y de verdad crees en eso?

—Lo que creo es que hacía mucho calor y viste cosas. Lo cual es normal. Acuérdate de beber agua a menudo y de no quedarte demasiado tiempo bajo el sol.

Y con esa risa, el médico se puso en pie y comenzó a alejarse en dirección a su casa.

Olaya se quedó sentada en el banco, sintiéndose un tanto estúpida. Se suponía que no era supersticiosa. Pero sabía lo que había visto, y sabía lo que era posible y lo que no, y estaba segura de que no era un espejismo creado por el calor. Aunque tampoco podía decir que fuera la matre. A fuer de ser sinceros, bien podía ser una vecina que hubiera subido a recoger las flores por alguna razón. A fin de cuentas, la ofrenda no eran más que flores, ¿y realmente iba la Virgen, o la matre, o quien fuera, a castigar a aquella persona? No, aquello era estúpido. Se levantó del banco con el pensamiento de que era una buena hora para hacer la cena.

Su móvil sonó de repente.

Lo miró, extrañada. La pantalla mostraba una palabra: “Peña”. Ah, era Hilario. ¿Para qué demonios la estaba llamando a esas horas? Después de haberles estado esquivando toda la semana y de haberse ausentado en la pequeña celebración de aquella mañana. Seguramente sería para quejarse de algo. Desde que había llegado a la alcaldía, negociar ciertas cosas en la mancomunidad se habían vuelto complicadas. Con un suspiro, aceptó la llamada.

—Dime.

—¿Te crees que esta broma es divertida?

—¿Eh?

—¿Te crees muy graciosa? ¿Te parece bonito hacerme esto?

—Hilario, no sé de qué cojones me estás hablando.

—¡Tengo toda la fachada cubierta de verduras podridas! ¿Qué coño les has dicho, eh? ¿Te parece divertido?

Se quedó callada durante unos instantes mientras Hilario seguía soltando todo tipo de insultos por la línea de teléfono. Bueno, era comprensible que estuviera enfadado, pero si de verdad se pensaba que ella tenía tiempo para esas mierdas, es que era tonto, por no decirle algo más gordo.

—Hilario.

—¡¿Qué?!

—¿Tú de verdad te piensas que tengo tiempo para hacer ese tipo de gilipolleces?

—¿Cómo?

—Que he estado trabajando desde que volví de la dichosa ceremonia, y hasta hace dos minutos estaba hablando con el médico de una cosa, y que no tengo tiempo para hacer eso que tú dices.

Esta vez el que se mantuvo callado fue el otro hombre.

—Podrías haberles dicho tú que lo hicieran.

—No seas cabezón, no me importas tanto como para salirme de mi camino para hacer estas cosas. Tengo cosas más importantes que hacer— le espetó, molesta—. Si tanto problema tienes con ello, denúncialo a la Guardia Civil.

Que sería el movimiento lógico, en lugar de querer zanjar aquello de forma personal teniendo en cuenta que si la estaba llamando a ella y tratándola como el cerebro de una trama contra él, lo más probable es que no supiera quién había sido. Además, ¿por qué coño la acusaba a ella de hacer nada para empezar? ¿De verdad se pensaba que todas aquellas cosas le importaban tanto? Solo era una más de sus tareas como alcaldesa. Tal vez alguien debería recordarle que no todos estaban todo el maldito día en el ayuntamiento. Algunos de ellos se ganaban el sueldo en otro lado y lo de la alcaldía era un deber antes que otra cosa.

—Que sepas que me acordaré de esta— dijo Hilario antes de cortar la llamada.

Olaya miró el móvil con una expresión agria antes de guardarlo en el bolso. ¿De qué cojones quería acordarse ese imbécil, para empezar? ¿De que la había acusado falsamente de tirarle hortalizas a la puerta de su casa? ¿Por saltarse una cosa anual que duraba media hora? Por favor.

Se preguntó si eso no iría a más. Las rencillas en los pueblos no eran como en la ciudad. Y tenía pinta de que Hilario, en ese aspecto, era aún más de pueblo que ellos. Aquello escalaría. El problema era que tenía pinta de que la que iba a acabar recibiendo palos por todos lados sería ella, solo porque el idiota había decidido que era su enemiga.

En serio, no tenía tiempo para estas mierdas.



—Oye, ¿va to’ bien con Peña?

Olaya alzó la vista de los papeles que tenía en frente. El que hablaba con ella era el concejal del partido contrario. Eusebio era un ganadero cuya explotación estaba pegada al pueblo. Era un tipo rubicundo que, más allá de tener un sentido del humor bastante deleznable, era buena gente. Siempre habían llegado a acuerdos cuando era algo que al pueblo podía beneficiarle. Aunque tenían sus diferencias, y a veces no había quien le aguantara, podía considerarlo al menos como alguien sensato. El caso era que Eusebio era del mismo grupo político que Hilario y, en cierta medida, se tenían que tratar. Y Olaya tenía una sospecha de por qué estaba preguntando Eusebio eso.

—¿Qué tripa se le ha roto ahora?

—Me ha estao comiendo el tarro con que tenemos que hacerte una moción de censura.

Suspiró. Por supuesto.

—No estarás pensando en hacer algo así, ¿verdad?

—No. Tengo cosas más importantes que hacer que cabrear a los vecinos. ¿Se pue’ saber qué le pasa?

—Se piensa que he comenzado una guerra personal contra él porque no vino a la ofrenda floral a la Virgen.

Hubo unos instantes de silencio, antes de que Eusebio se comenzara a reír a carcajadas.

—¡Si es que es tonto del tó!

—Lo será, pero parece que no me quiere dejar en paz.

—Es un hipócrita. Se le llena la boca de cosas como la convivencia y no sé qué otras chorrás, y luego se dedica a lanzarnos a los unos contra los otros.

—¿Y no podéis decirle nada a los de vuestra junta?

—Nah, es el ojito derecho de un gerifalte de la capital, así que la cosa está de mírame y no me toques.

—Eso explica cosas. ¿Los de la junta presionarán para la moción de censura.

—Si lo hacen, están como cabras. Si somos unos mataos aquí.

Ella se encogió de hombros, porque realmente estaba más allá de sus capacidades el solucionar aquello. Que fuera la alcaldesa no le daba potestad sobre juntas electorales, ni sobre lo que la gente por encima de ellos hacía. Ellos solo se preocupaban en que el pueblo tuviera lo que necesitaba, que ya era bastante.

Su móvil sonó. Lo cogió y vio el nombre “Peña” otra vez en la pantalla. Durante unos instantes pensó seriamente en no contestar, porque no tenía el cuerpo como para aguantar aún más insultos. Pero optó al final por aceptar la llamada. A pesar de todo, no podía dejar de hacerlo. Era su deber, por mucho que el otro idiota abusara de él.

—Dime, Hilario.

—¡Dile que se vaya!

—¿Irse? ¿Quién?

—¡La vieja de blanco!

Olaya y Eusebio se miraron.

—¿Dónde estás? ¿Quién dices que está ahí?

—¡En casa! ¡No sé quién es, pero ha roto la puerta y me está siguiendo! ¡Dice que no le he pagado algo!

El otro hombre ya se estaba apresurando a pulsar los números para llamar a emergencias. Ella, mientras tanto, tenía que intentar averiguar qué estaba pasando.

—¿Estás en un lugar seguro? ¿Crees que puedes aguantar durante un tiempo?

—¡No lo sé! ¡He subido al desván y he atrancado la puerta! ¡Pero ella sigue ahí abajo!

—Mantente ahí, estamos llamando a la Guardia Civil— Olaya miró a Eusebio mientras decía estas palabras; el hombre estaba ladrando datos a emergencias—. Tendrás a gente allí en unos minutos.

—¡Tienes que pararla!

—No puedo hacer eso.

—¡Pero tú la has enviado!

¿Por qué seguía emperrado en que esto era cosa suya?

—¿De verdad piensas que conozco a alguien capaz de romper puertas? ¡Y más una anciana! ¿Y qué demonios dices de un pago?

—¡Dice que tengo que pagarle por el campo!

—¿Por el… campo?

De pronto, Olaya sintió un escalofrío y se volvió a Eusebio.

—¿Cuánto dicen que van a tardar?

—Ocho minutos desde el cuartel.

—¿A cuanto está la casa de Hilario?

—¿Diez minutos? Algo más.

—Saca el coche, vamos para allá— le dijo antes de volver su atención al móvil—. Hilario, por lo que más quieras, si esa mujer logra acceder al desván, prométele que le pagarás lo que sea. Ya lo arreglaremos después, ¿me oyes?

La única respuesta que obtuvo fueron balbuceos inconexos. Pero Olaya no estaba como para quedarse a confirmar si la había escuchado o no. Colgó y se volvió a seguir a Eusebio, que ya estaba saliendo disparado a coger su coche. El cacharro era viejo y no muy rápido, pero en aquellos momentos eso era lo de menos. Mientras les llevara a donde debía, no importaba nada más.



Cuando llegaron, una ambulancia se marchaba. La pareja de la Guardia Civil se había quedado allí, precintando el lugar. Olaya casi no dejó a Eusebio apagar el motor antes de quitarse el cinturón de seguridad y salir del coche. Se dirigió con paso seguro hasta los dos agentes, que se giraron hacia ella y, al parecer, la reconocieron de inmediato. No era difícil, en aquella zona se conocían todos y era muy complicado no saber quién era el alcalde de qué pueblo.

—¿Qué ha pasado?

—¿Ha sio usté la que ha llamao?

—Ha sido el concejal Mora— contestó ella, señalando a Eusebio—. El señor Peña me llamó a mí, y por eso mi compañero llamó a urgencias.

Los dos guardias se miraron. Eran un hombre y una mujer, y era él el que llevaba la voz cantante en aquella conversación.

—¿Cuándo vio usté al señor Peña por última vez?

—Hará un par de semanas.

—¿Y su compañero?

Olaya se giró y llamó a voces al otro hombre, que estaba todavía cerrando su coche.

—¡Eusebio! ¿Cuándo viste a Hilario en persona la última vez?

—¿En persona? ¡Unos dos días!

Cuando volvió a mirar a los dos guardias civiles, estos llevaban expresiones gemelas de preocupación.

—Será mejor que vayan al hospital— dijo la mujer.

—¿Por qué?

—El personal de la ambulancia nos ha advertio de que cualquier persona que estuviera en contacto con el señor Peña debe hacerlo. Para confirmar que no están contagiaos.

—¿Contagiados? ¿De qué?

—De peste.



Tiempo atrás, la enfermedad habría sido mortal. En aquellos tiempos, sin embargo, un tratamiento de cuatro o cinco días con antibióticos era perfectamente capaz de domeñar al que antaño hubiera sido el fantasma de la muerte. Lo que hacían siglos de investigaciones médicas, pensó Olaya, sentada en el banco de su pueblo. Aún así, Hilario seguía en el hospital, pero por razones distintas. Fuera lo que fuese lo que había pasado en aquel lugar, le había marcado la mente. Los médicos habían dicho que probablemente hubiera estado viendo alucinaciones causadas por la fiebre. Intentaban buscarle explicaciones científicas a aquello que no comprendían. No podía culparles. Cualquier otra causa era demasiado loca para ellos. Habían encontrado incluso una forma de explicar por qué tenía la peste bubónica: había estado recientemente en Asia, haciendo supuestas labores de voluntariado. Supuestas porque, según Eusebio, el partido no había sabido nada de ello y aquello olía a que había otros motivos. Eso a Olaya no la interesaba en absoluto. No iba con ella.

Lo que sí iba con ella era lo que había dicho Hilario durante aquella conversación telefónica. Había sido la matre, ¿verdad?

Había leído un poco sobre el tema. Sobre las tierras comunales que de pronto dejaron de serlo, de cómo aquello había afectado a la convivencia en los pueblos, y en como aquello había sido una de las múltiples piedras que llevaban a la situación actual, en la que los pueblos cada vez estaban más vacíos, con una población cada vez más envejecida, con jóvenes que se marchaban para no regresar jamás. Y sin embargo, a través de los siglos, las viejas tradiciones se habían mantenido. Se habían seguido haciendo ofrendas a la matre, disfrazada de virgen, como solía ser habitual cuando se cristianizaba una costumbre. Todo el mundo salvo unos pocos se habían olvidado del significado detrás de las ofrendas. Pero eso no importaba, ¿verdad? Mientras se siguieran haciendo, nada ocurriría y la enfermedad no azotaría a los pueblos díscolos. Hasta que todos desaparecieran, y entonces no quedara nadie para hacer ofrendas a la matre.

Pero eso no le importaba demasiado a la matre, ¿verdad?

Se puso en pie, estirando la espalda e intentando aliviar sus doloridos músculos. La caminata hasta la ermita había sido larga y dura. Ahora solo quería ducharse y cenar, y esperar que lo que había dejado como ofrenda fuera suficiente como para satisfacer a la mujer de blanco. No era como si se fuera a aparecer delante de ella para que pudiera darle las explicaciones pertinentes, así que había buscado la mejor manera posible para comunicarse. Para decirle que habían entendido el mensaje. Y que la próxima vez se llevarían a Hilario a la ermita a dejar las flores aunque fuera a base de collejas. Aunque tenía la sensación de que al año siguiente, iría de motu proprio. Eso, o los de su pueblo tendrían que buscarse un nuevo alcalde. No era como si la matre se fuera a preocupar por ello.

A fin de cuentas, ¿qué importancia tenían la política y los cambios sociales de un par de décadas a la que había guardado aquellos campos durante siglos y siglos?


Nota de la autora: he elegido para la historia a las matres porque tengo una obsesión malsana con ellas, y no creáis que era la única opción que tenía XD

3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho tu texto, está genial. Me quedo de seguidora y te invito a que te pases por mi blog si te apetece.
    Un abrazo.

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  2. Hola, este reto a mi me ha costado mucho. Y también me ha quedado muy largo. No sé. Ele tuyo al principio me ha despistado, parecía que te ibas a quedar dispersa con opiniones de lo que son o nos hacen sentir las tradiciones, pero luego me has ido enganchando y me ha encantado hasta el final. Me quedo de seguidora.
    Nos leemos!

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    1. Gracias por leer el relato :D

      Bueno, este es de tamaño medio para mí, hay veces que me subo a la parra y me quedan de 6000 palabras para arriba (*mira muy fijamente al relato space opera*)

      Supongo que queda un poco extraño, porque intentaba hacer ver que cada personaje considera las cosas de una manera distinta a la de los otros, pero a fin de cuentas el punto de vista es el de Olaya. Aún así, siempre tengo tendencia a tener algo dando por saco en mis relatos, este no podía ser distinto XD

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