domingo, 15 de marzo de 2020

52 Retos de Escritura (XI): Adharma

Reto #11: Escribe un relato distópico sobre un grupo de supervivientes a un apocalipsis causado por dioses hindúes.


ADHARMA 


Las pantallas informativas mostraban distintos canales, pero poco importaba, porque todas hablaban de la misma cosa: el gas.

—El número de muertos ha ascendido a diez.

—Se sospecha que puede haber sido traído por agentes del exterior.

—Se recomienda a la población…

La poca gente que se atrevía a salir de sus chabolas miraban hacia las tiras holográficas con el temor en los ojos.


—¿Has oído eso?

—He oído que es un ataque terrorista. Es aterrador.

—Y todos los muertos son ancianos. Pobre gente…

—¿Qué demonios están haciendo los guardias que no detienen a esta gente?

—¿Qué pasará si lanzan ese gas sobre nosotros?

—¿Por qué a nosotros? ¿Qué hemos hecho?

Nimai simplemente sacudió la cabeza según escuchaba todo aquello y siguió adelante, sin prestar atención a las pantallas holográficas que seguían hablando sobre los terribles efectos del gas nocivo en la población, y de las formas de protegerse del mismo. Lo que llamaban gas no era más que los efluvios podridos y tóxicos del pantanal que se alzaba en el lado occidental de la ciudad. De vez en cuanto las ventiscas lo empujaban hacia las zonas habitadas, y había varios muertos debido a ello. Ya había ocurrido en ocasiones anteriores, ¿por qué iba a importar ahora? Pero en las pantallas holográficas lo trataban como si alguien estuviera intentando matarlos a todos.

Como si aquella ciudad no estuviera intentándolo ya de por sí.

—Nuestro generoso líder, el General Li, se ha dirigido a la población con las siguientes palabras— anunciaron las pantallas casi al unísono, a pesar de supuestamente dar señales distintas.

Nimai se detuvo tan solo un momento para observar al líder de la ciudad, pero apartó rápidamente la vista, sintiendo nauseas. Nunca había estado en su presencia, pero no lo necesitaba, como tampoco necesitaba los rumores para saber que aquel… hombre apestaba. Tal vez era porque su ropa, incluso siendo oscura, mostraba obvias marcas de sudor por todas partes.

Ignorando de nuevo las palabras de aquel tipo, que llamaba a la defensa de la ciudad y a la lucha sin cuartel contra los viles villanos que pretendían hacerles caer en el miedo, el muchacho se deslizó por las callejas más oscuras, allí donde el rimbombante sonido de los hologramas no llegaba, y donde las paredes de adobe hacían de muralla contra la constante y cegadora luz del palacio central. No era un lugar seguro, ni mucho menos, pero era el mejor camino para llegar a la casa que llamaba hogar. Se deslizó por entre las sombras, mordiéndose el labio inferior mientras hacía oídos sordos, como todas las noches, a los sonidos que surgían de las zonas recónditas de aquella madeja de callejas y pasadizos. Detrás de cada quejido había un robo, detrás de cada gemido una violación, detrás de cada grito un asesinato. La bondad debe empezar por uno mismo, decía el gurú. Muerto poco podía hacer por aquellas personas.

Para nadie en aquella ciudad, y menos para Nimai, existía la palabra justicia.

El edificio al que llegó no era muy distinto de los demás: un cubo de ladrillos de adobe encajonado entre otros cubos iguales, con una puerta abriéndose a un callejón. Ignorando los dos bultos que se movían unos cuantos metros más allá de la plancha de metal que hacía de puerta, Nimai puso la mano sobre la cerradura biométrica y accedió al interior a toda prisa. Escuchó pasos rápidos que se acercaban, pero para cuando la figura quiso llegar, la plancha de metal ya estaba en su lugar, y la cerradura soltó su descarga eléctrica cuando lo que fuera que le hubiera perseguido chocó contra ella.

Al menos ese trasto funcionaba, pensó el chico con algo de alivio.

—Ah, eso no está bien— dijo una voz dentro de la casa—. Producir sufrimiento y dolor no es lo correcto.

Era una discusión que tenían todas las veces.

—No soy yo quien le ha empujado contra la cerradura.

Además, sabía quién era. Una descarga eléctrica no afectaría a ese puñado de músculos sin seso. Todas las veces que salía de casa, cuando volvía, le tenía esperando en la esquina para intentar dentro de la casa. Todas las veces en el mismo sitio, y todas las veces se repetía la misma escena. Uno pensaría que después de la decimoquinta vez intentaría al menos una estrategia nueva, pero no. Además, sabía bien a lo que venía. No sabía qué era lo que pensaba que tenían allí en aquel lugar muerto de asco, pero estaba dispuesto a matarlos para conseguirlo. Si se estrellaba contra la plancha de metal y se electrocutaba, era cosa suya y de nadie más.

—Además— añadió Nimai—, esta es la cerradura más barata y la que menos defensas tiene. Para no hacerle daño, tendríamos que dejar que nos matara él a nosotros.

La discusión solía acabar aquí porque, aunque el gurú no tenía problemas en sufrir las consecuencias de sus creencias, esas mismas creencias no le permitían estar impasible ante el sufrimiento de otra persona.

El hombre anciano sentado en el centro de la habitación estaba delgado hasta el punto de que se le veían los huesos, y su piel parecía pergamino. Sin embargo, estaba sano como una manzana. La mayor parte del tiempo la pasaba meditando, sentado en la posición de loto con los ojos cerrados. Aún así, era consciente de lo que pasaba, no solo en aquella casa, sino en el exterior. Nimai le había preguntado si le enseñaría su arte en muchas ocasiones, pero el anciano solo sonreía y decía que no era algo que se necesitara en el mundo en el que vivían.

Tras el largo momento de silencio, el gurú volvió a hablar.

—¿Qué has visto hoy?

—Noticias sobre el gas. Lo están pintando como si fuera un ataque en lugar de lo que es. No sé de quién querrá deshacerse ahora.

Mientras hablaba, Nimai comenzó a preparar la comida. Gachas de harina de cebada y unas pocas coles. La carne era más barata, por supuesto, pero el gurú estaba en contra de consumirla. Solía decir que era necesario respetar todas las vidas, incluso las más pequeñas, y que por eso no debía consumirse nada que requiriera un sacrificio animal. No sabía qué quería decir, porque todo el mundo sabía que la carne se fabricaba en uno de esos edificios de la periferia norteña, donde estaban todas las industrias de la ciudad. El gurú le había hablado en ocasiones de que hacía mucho, mucho tiempo existían seres a los que se llamaba animales, pero le resultaba complicado intentar imaginarse a dichos seres. En sí, le resultaba inconcebible un mundo tan distinto al de aquella ciudad.

Sumido en sus pensamientos, dio un respingo cuando el gurú volvió a abrir la boca.

—¿Puedo pedirte algo? Un pequeño favor.

El chico se volvió a mirarle.

—Claro. ¿Qué es?

—Si alguna vez pasa algo… No, cuando desaparezca, vete de la ciudad. Viaja hacia el este y no mires atrás.

—¿Irme de la ciudad? ¿Y a dónde voy a ir? No hay más que desierto y muerte allí afuera.

—No más que aquí, muchacho, no más que aquí. Pero debes irte. Hacia el este, siempre hacia el este. Hacia la tierra de nuestros ancestros, para encontrarte con él.

Nimai frunció el ceño.

—¿Encontrarme con quién? No hay forma de que haya humanos vivos fuera de la ciudad. Solo hay desiertos de arena y desiertos de agua.

Aunque se le hacía complejo comprender lo de los desiertos de agua. Estaba seguro de que era una invención que la gente se creía que existía sólo porque nadie ponía en duda las palabras que salían de la boca de su gobernante. Pero el gurú simplemente se rió entre dientes.

—¿Quién ha dicho que debas encontrarte con un humano?

Después de aquellas últimas palabras, el gurú no volvió a decir nada hasta la hora de la cena. A partir de ese momento, nada se salió de la rutina habitual. Era el capullo de seguridad que ambos el anciano y él habían construido a su alrededor, que les protegía de los horrores más allá de aquella plancha de metal que les hacía de puerta. Pero al cabo de las horas, cuando se acostó en el montón de telas roídas que le hacían de cama, se quedó mirando al techo, pensando en las palabras que le había dicho. Sobre viajar al este, y sobre encontrarse con alguien que no era humano.

¿Cómo era siquiera eso posible? ¿De verdad podía alguien vivir en ningún lugar que no fuera esa ciudad? ¿No se suponía que todo el mundo a su alrededor estaba muerto? ¿No había sido siempre así?

Aunque, ¿podía de verdad haber sido siempre así?

Cambió de posición una y otra vez, dándole vueltas a su cuerpo tanto como a su mente, hasta que por fin un sueño ligero y lleno de inquietud se apoderó de él. No iba a dormir bien esa noche, llevado por pensamientos obsesivos que no deberían haberle asaltado con tanta fuerza.

En la oscuridad de la casa, el gurú sonrió.



Las pantallas holográficas volvían a ladrar un mensaje del General K. A. Li.

—¡En breve encontraremos a los culpables de estos ataques indiscriminados y acabaremos con ellos!— anunciaba.

De fondo podían escucharse vítores que seguramente habían sido grabados de forma previa. Como todos los días, ignoró los sonidos y las imágenes, y circuló entre la gente que se reunía para observar los anuncios como si fuese una sombra. Igual que había hecho todos los días de su vida.

Siguió, como todos los días, su camino a través de los callejones, haciendo caso omiso de los gritos que lo rodeaban. Como todos los días, esperó a ver por el rabillo del ojo la figura de la mole estúpida que intentaría, una vez más, entrar en su casa y asesinarlos a él y al gurú.

Pero esta vez no le vio. Eso le detuvo sobre sus pasos.

¿Dónde estaba? ¿Era posible que por fin hubiera aprendido la lección hubiera cambiado de escondite? Una parte de su mente se burló de él. Aquella mole era tonto a más no poder, era imposible que hubiera llegado a razonar la posibilidad de que cambiando de estrategia tendría más posibilidades. ¿Se había dado por rendido, entonces? No, tampoco tenía la inteligencia suficiente como para llegar a la conclusión de que estaba perdiendo el tiempo. Pero entonces, ¿qué era lo que había ocurrido?

Fuera lo que fuese, concluyó, no podía ser bueno. Así que retomó su camino, andando despacio y en silencio, asegurándose a cada momento de que nadie le seguía, y de que nadie estaba oculto en algún punto que pudiera suponer una amenaza para él. Aquella precaución era lo que le había mantenido vivo hasta ahora, y esperaba que siguiera así durante todo el tiempo posible.

Y sin duda, en aquella ocasión, fue lo que le salvó. Porque cuando se asomó a la esquina ligeramente, pudo ver que la plancha de metal estaba abierta. La cerradura estaba en el suelo, rota, golpeada hasta que era casi irreconocible. Su primer instinto fue acercarse a mirar qué era lo que había ocurrido, pero lo reprimió rápidamente. Tenía una certeza absoluta: si el gurú no estaba muerto ya, no tardaría en estarlo. Lo que había entrado en la casa era algo mucho más peligroso que la mole. Así que siguió su segundo instinto: agarrando los víveres que había conseguido contra el pecho, se dio la vuelta y salió corriendo. Durante los primeros instantes le pareció que tal vez conseguiría salir de allí sin que nadie se diera cuenta, pero pronto escuchó gritos detrás de él. Eso no hizo más que espolear su terror y acelerar su paso, sin mirar atrás. Lo peor que podía hacer en ese momento era mirar lo que tenía a su espalda.

Durante los primeros instantes, su huida fue prácticamente ciega, callejeando por aquel lugar donde había vivido los últimos años de su corta vida, usando los atajos y rincones que conocía para dejar atrás a sus perseguidores. Pero cuando el pánico comenzó a ceder, pudo escuchar en su cabeza las palabras del gurú, hacía ya unas cuantas noches.

“Viaja hacia el este”.

Era absurdo, se dijo, pero también era absurdo permanecer en aquel lugar en el que alguien como él solo viviría hasta que aquellos hombres le encontraran. No había vida posible en aquella ciudad. Cómo podía continuar habiendo gente en aquel lugar era una especie de milagro.

Sin otra cosa que hacer realmente, se puso en rumbo hacia el este.



Había sido una estupidez, pensó. Por qué demonios le habría hecho caso al gurú.

Había creído que perderían el interés cuando saliera de los límites de la ciudad. A fin de cuenta, caminar en aquel desierto era la misma muerte, o eso siempre le habían dicho. Pero podía verlos en la lejanía, una nube negra que no dejaba de seguirle. Cuando la oscuridad le impedía continuar, podía encontrar los destellos de las luces artificiales que traían para su campamento. Cada vez estaban más cerca, se daba cuenta. Apenas sí tenía tiempo en aquella huida para encontrar algún líquido que llevarse a la boca. La mayoría de lugares ni siquiera eran fiables, y se preguntaba si no acabaría bebiendo en algún momento de un arroyo envenenado, acabando con su persecución de una forma absurda. Pero pronto descubrió que la mejor forma era seguir a los animales.

Los animales existían.

Eso había sido lo único bueno que había sacado de aquella aventura. Eran criaturas de aspecto repugnante, con la piel salpicada de pelo de forma irregular, que andaban con las cuatro extremidades, y que en general si no huían de él lo que hacían era gruñirle y amenazarle. Pero cualquier sitio del que bebiera uno de esos “animales” era un sitio del que podía beber. Tuvo que aprender sobre la marcha, pero le servía para seguir vivo.

En un momento dado, pensó que podría matar a alguna de aquellas criaturas, para conseguir algo más de comida que sus decrecientes víveres. Pero las voz del gurú, hablándole de que todas las vidas eran valiosas, detuvo su mano, y simplemente gruñó, antes de ponerse en pie y seguir su camino, huyendo, siempre huyendo.

Unos días después, encontró el camino negro.

Era una mancha en medio del desierto, una larga tira negra con algunas marcas blancas. Enorme grietas aparecían a cada rato, pero por lo general parecía mantenerse bastante entero. Lo que le quedaba claro era que no se trataba de un accidente natural. Alguien había creado aquella cosa. ¿Quería eso decir que había gente que vivía fuera de la ciudad? ¿O había vivido, al menos? Tocó la sustancia negra, pero tuvo que apartar rápidamente la mano, porque parecía estar ardiendo mucho más que el desierto. ¿Qué tipo de sustancia sería aquella?

En cualquier caso, pensó, era una señal. Y aunque no pudiera andar sobre el camino negro, al menos podría seguirlo, o eso pensó en aquel momento. Al menos le daba la sensación de que estaba avanzando hacia algo, más allá de su intento de huir.

Lo siguió durante días, alejándose sólo para buscar abrevaderos naturales donde calmar su sed. Al poco tiempo, la poca comida que le quedaba se le agotó. El sol se volvió más inclemente a cada día que pasaba. Y sus perseguidores seguían aproximándose, más y más, hacia él. Las montañas en el horizonte seguían igual de lejos que la primera vez que puso su pie fuera de la ciudad. Pero a pesar de ello siguió viajando siempre hacia el este, sin descanso, incluso cuando comenzaba a quedarse sin fuerzas. Ni siquiera recordaba cuantos días llevaba huyendo. Aquella rutina de levantarse y huir hacia delante hizo que no se diera cuenta de la mancha de verdor que poco a poco comenzaba a extenderse en la línea debajo de aquellas inalcanzables montañas.

No hasta que se topó con ella de frente, cuando estaba ya desfalleciendo.

Por un momento, pensó que se trataba de una ilusión. Que lo que estaba viendo era una alucinación basada en todas aquellas historias que le había contado el gurú. El camino negro se adentraba de pronto en medio de una tierra que ya no era el desierto, ni era un pantanal. El suelo estaba cubierto de algo de color entre verde y amarillento, más de lo primero que de lo segundo a pedida que seguía aquel camino. Grandes columnas marrones se alzaban en ángulos inseguros, abriéndose y sosteniendo un techo verde. Nimai jamás había visto nada como eso. Los árboles, a fin de cuentas, no existían en la ciudad. Aquella frontera se alzaba a los lados del camino y se extendía a ambos lados hacia el infinito. Y en medio del camino negro, girando la cabeza ligeramente para mirarle, había un hombre montado en un animal como ninguno de los que había visto hasta el momento.

El animal era alto, mucho más alto que nadie que hubiera visto, y era de un blanco impoluto. El largo y curvado cuello estaba rodeado de largas tiras de tela roja de la que colgaban abalorios dorados que se mezclaban con largos cabellos blancos. La cabeza alargada mostraba cintas doradas que se ataban a sus lados y a una pieza metálica que sostenía en la boca. Dos cordones de oro salían de los extremos de esta pieza y eran sujetados por las firmes manos del hombre sentado sobre una elegante silla que se ataba al grueso tronco del animal. El propio hombre iba adornado en dorado y rojo, que resaltaba con el color azulado de su piel.

¿Era el color azul un color normal para la piel de una persona? No, ahora estaba seguro de que este era un espejismo traído por el hambre y el cansancio.

—Has hecho un largo viaje— dijo el hombre; su voz parecía reverberar como si no fuera una sola persona la que hablara—, pero has llegado a tu destino. Descansa ahora.

En el momento en que aquellas palabras alcanzaron su oído, Nimai notó como su cuerpo se venía abajo. Cayó de rodillas, incapaz de moverse, y su mente comenzó a perderse en la oscuridad. Ni siquiera notó cuando su cuerpo golpeó el suelo. En algún momento, el animal blanco (el caballo) (Garuda) se acercó a él, y el hombre (Kalki) (Vishnú) desmontó para tomarle entre sus brazos, como si no pesara más que una pluma. Al cabo de unos segundos estaban de vuelta sobre los lomos de la montura, y pudo ver a lo lejos la horda que se acercaba.

Al frente estaba el General Li. ¿No era acaso una sorpresa, ver a aquel individuo, el líder de aquella ciudad abyecta, al frente de la persecución de un niño? Pero en medio de los últimos momentos de su vida, antes de que la presa del hambre por fin acabara con su vida, le pareció ver que el hombre rechoncho y desagradable cambiaba de forma a cada paso que daba. Ya no parecía un ser humano en absoluto. La piel oscura era ahora completamente gris, rozando el negro, y su rostro ahora lucía un largo morro con dientes afilados. Ya no era K. A. Li. Nunca había sido K. A. Li.

(En realidad si lo había sido, dijo su mente cansada. Siempre ha sido el demonio Kali)

Pero a pesar de que aquella marea negra se lanzaba sobre ellos, se encontró con que, por primera vez en su vida, no tenía miedo. Tal vez porque aquel era el final de su vida.

(O el final de todo)

(El final de un ciclo)

Con Nimai en brazos, Kalki alzó su espada, que brilló como el sol ante de descender sobre la marea negra. La luz de Nandaka atravesó los cuerpos de los demonios como un cuchillo caliente derrite la mantequilla. El cuerpo de Kali se deshizo con un aullido inhumano antes de desaparecer para siempre.

Aquella era la hora. Ya no quedaba nadie que recordara lo viejos sacrificios, que recordara a los dioses. Era pues el momento. Kalki montado en su caballo blanco, con el cuerpo del último humano que había conocido y practicado Dharma, se transformó.

Y Shiva destruyó el universo y todo aquello que era Adharma.


Nota de la autora: no pidais cosas de mitologías que desconozcáis, no vaya a ser que la estéis cagando. Técnicamente, YA ESTAMOS en el apocalipsis hindú. Tampoco puedes hacerlo de un grupo de supervivientes cuando te dicen que la gente pasa a ser una panda de psicópatas (creo que ya tengo artículo para el 25 de Mayo de este año)

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