domingo, 23 de febrero de 2020

52 Retos de Escritura (VIII): Por qué nunca escuchan

Reto #8: Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo.

POR QUÉ NUNCA ESCUCHAN

Recordaba el día en que todo había comenzado a irse al infierno.

Lo había tenido todo: riqueza, fama… Su padre había sido un gran empresario, y se había asegurado de que él fuera un digno heredero de su puesto. Había estudiado en las mejores universidades, aprendido de los mejores maestros, y cuando había llegado el momento, había comenzado a trabajar en una filial de la empresa. Le había sabido a poco, pero era tan solo el primer paso para conseguir toda la riqueza de su padre, y luego un poco más. Durante todo el tiempo que había estado trabajando, había conseguido multiplicar la riqueza que había adquirido, y se había vuelto famoso en todo el mundo por sus logros. Nada podía irle mal. Bien era cierto que había cometido algún que otro… desliz, pero no era nada que un buen fajo de billetes y su grupo de abogados no pudieran solventar. O eso había creído.

Todo comenzó el día en el que se leyó el testamento de su padre.

¿Cuántos años se había pasado chupándole el culo a ese viejo cabrón? Toda su maldita vida. ¿Para qué? Para que luego llegara y le diera todo a su hermana, la muy estúpida, que la única razón por la que estaba donde estaba era porque su cerebro había conjurado un par de ideas que no rallaban en la imbecilidad. Por supuesto, no podía desheredarle del todo, pero se había asegurado de que solo recibiera la mitad de uno de los tercios de su herencia. Ni siquiera la empresa por la que había trabajado tanto era suya. ¿Qué tipo de mierda era esa? Y por supuesto, todo lo que había conseguido, como había sido a nombre de la empresa, pasó de manos inmediatamente. ¡La ignominia! ¡Todo su trabajo, echado a perder! No solo eso, sino que su hermana le degradó de inmediato por unas razones absurdas. Estaba furioso por todo aquel maltrato, por supuesto, y más aún porque su padre le hubiera traicionado de aquella manera después de todo lo que había hecho por él. Pero era un tipo listo, y su padre no le había podido dejar sin absolutamente nada. Tenía dinero, podía empezar de nuevo en una nueva empresa.

Pero entonces fue cuando le acusaron por tráfico de drogas y estafa.

Decir que estaba anonadado era quedarse corto. ¡Tráfico de drogas! ¡Estafa! Era cierto que alguna vez le había pagado los vicios a sus amigos, ¡pero de ahí a comerciar con ella había un trecho bien largo! ¿Y estafa? ¿Para qué iba a estafar a nadie cuando era una máquina de hacer dinero? Pero alguien decía tener un montón de pruebas sobre ambas cosas y aunque la evidencia era risible en el mejor de los casos, la fiscal del caso parecían convencida de su culpabilidad y había hecho todo lo posible para que le metieran en la cárcel. El dinero que había obtenido de la herencia, y todos sus ahorros personales, acabaron yéndose en la fianza para ser puesto en libertad y para pagar a los abogados que le defendieron. Ni siquiera había sido su grupo de abogados habitual, ya que todos estos se habían negado para “no entrar en conflicto con un importante cliente”. Le quedó entonces claro que era su hermana la que había preparado todo aquello. ¡La desgraciada!

Había intentado pedir ayuda a sus conocidos, pero estos le dieron la espalda de inmediato. Al parecer, todo el tema había salido en los periódicos, y ninguno quería verse envuelto en el escándalo. No, no era simplemente eso, ¿verdad? No era que hubiera salido en los periódicos, sino que varios periodistas habían llevado a cabo una campaña de desprestigio hasta tal punto que podía ser considerado como difamación. Por supuesto, mezclaban la suficiente verdad en los escritos como para protegerse de cualquiera acusación que no tuviera a un buen equipo de abogados detrás. Pero ya no tenía capacidad para contratar algo así. Su hermana había aprovechado incluso para echarle de la empresa. Sin trabajo, había encontrado difícil mantener una vida normal, y cada vez se veía más desesperado. Si tan solo pudiera tener el dinero suficiente. Si tan solo pudiera recuperar lo que le habían quitado, podría levantarse de nuevo y devolverle a su hermana todos los “favores” que le había hecho.

Ah, pero eso no era más que un sueño.

Ni siquiera encontraba trabajo. La mayoría de la gente decía que su currículum era demasiado bueno, que estaban seguros de que estaría interesado en un puesto mejor, pero estaba convencido de que la realidad era otra. Que el peso del escándalo que había sufrido era demasiado grande. Que la sociedad había emitido una sentencia muy distinta a la de los magistrados.

Mes a mes, el dinero que tenía se había ido acabando. Y ahora sí que se encontraba desesperado.

Tras la última entrevista de trabajo fallida, comenzó a caminar de vuelta al piso en el que ahora habitaba. Tendría un largo trayecto en autobús (estúpido autobús) y luego otros diez minutos andando. Pero no tenía ganas de volver. No tenía ganas de nada, en realidad. Ni de seguir con aquella búsqueda infructuosa, ni de volver a ningún sitio, ni siquiera de intentar salir de aquel pozo al que había acabado cayendo. No sabía cómo acabaría, pero probablemente muerto de hambre o frío en aquel apartamentucho en el que había acabado. Tal vez sería suficiente si se sentaba allí mismo en el suelo y dejaba que el propio mundo acabara con él.

Tal vez porque iba más despacio de lo habitual, mientras pensaba en lo poco que quería siquiera moverse, se dio cuenta de la presencia de la tienda. Chocaba con el resto de locales de la zona: no temía grandes escaparates, ni tampoco decoración alguna, solo paredes blancas desconchadas y una puerta de color negro. De no ser por el cartel que anunciaba que aquello era una tienda de regalos, habría dado por sentado de que se trataba de algo menos plácido. Tal vez no era demasiado plácido, dependiendo del cariz de los regalos. Su primer pensamiento fue seguir su camino. Incluso si tuviera el dinero para frivolidades, desde luego no lo gastaría en lo que hubiera en esa tienda, que seguramente sería quincalla barata en el mejor de los casos. Pero a pesar de ello, sus pasos se dirigieron a la puerta y, antes siquiera de darse cuenta de lo que estaba haciendo, entró en el local.

El interior era oscuro, y la pesadilla de un alérgico a los ácaros: todo parecía estar cubierto por una fina capa de polvo, y miles de motas bailoteaban allí donde la luz conseguía llegar desde le exterior hasta ese umbrío lugar. Solo había un estrecho pasillo que se adentraba en las sombras, rodeado por una enorme acumulación de objetos de todos los tipos y tamaños: muebles, decoraciones, cuadros, ropa… Todo de un aspecto ancestral y vetusto. En contraste con la calle, en aquel lugar reinaba un silencio absoluto. No se oía ni siquiera el rumor de la electricidad, tan solo el sonido de su propia respiración.

No, no era sólo su respiración. Allí había alguien más.

Antes de que el miedo acabara de apoderarse de él y le llevara a huir de allí sin mirar atrás, una figura surgió de entre la oscuridad, apareciendo al borde de una zona donde caía uno de los escasos rayos de luz. Era un hombre delgado, vestido con ropas que obviamente le venían grandes y que tenían aspecto de que, más que lavarlas, habría que tirarlas al fuego. Tenía el pelo largo y lacio, que en aquella luz se adivinaba como blanco. Sin embargo, la cara que se enfrentaba a él no era la de un anciano.

—Bien, bien, ¿qué es lo que ha traído el gato? ¡Un perdido!— dijo el extraño individuo; su voz habría sido capaz de hechizar a las piedras—. Bienvenido a mi tienda. No suelo tener a gente como tú por aquí.

Acompañó las últimas palabras con una risita.

—Pero no hace falta que digas nada. Nadie entra aquí si no tiene un deseo oculto. Dime lo que es, y yo te daré un objeto que pueda conseguir ese deseo.

—¿Un deseo?

—Tu deseo.

¿No era “deseo” una palabra mágica? Apenas aquel individuo la había pronunciado, todos sus temores se habían desvanecido. ¿Quién no quería que se cumpliera su deseo? Pensó durante un tiempo qué era lo que había deseado. ¿Dinero? Sí, bueno, eso era algo que deseaba, pero era una necesidad básica que no satisfacía la parte más interna de su ser. ¿Trabajo? Eso estaría bien, por supuesto, pero era más un engorro que debía aceptar para conseguir una vida decente. No, lo que necesitaba era algo más básico y a la vez más abstracto. Lo que deseaba realmente era…

—Venganza. Quiero vengarme de todos los que me han dejado en este estado. Ese es mi deseo.

El hombre de cabellos blancos sonrió y puso la mano delante de él. Habría jurado que la tenía vacía, pero ahora sostenía una estatua. Creía que era una. Tenía que pensar que era uno porque cualquier otro pensamiento resultaba aterrador. Había visto algunas cosas así antes. Le habían dicho que se llamaban maneki neko, y que se suponían que traían la prosperidad. Pero esas figuritas solían ser gatos redondos con sonrisas satisfechas que sostenían bajo su pata una réplica de una moneda japonesa antigua. Este, en cambio, era delgado, maligno y con aspecto mustio. Aunque tenía una de las patas levantadas a la manera de un maneki neko al uso, parecía a punto de arañar al incauto que se le acercara. Su otra pata no sostenía nada, plantada en el suelo y oculta detrás de una cola pelada y huesuda. ¿Eso era una estatuilla o una momia?

—Pon esta figura en algún lugar de tu casa, y entrégale una moneda. Una sola. Desde ese momento, recibirás todo lo que habías perdido y verás sufrir a aquellos que te hicieron mal. Pero debes tener cuidado— le advirtió, con una sonrisa que parecía demasiado alegre  para lo que estaba diciendo—. Es un ser que se alimenta de odio. Cuando acabes tu venganza y hayas obtenido todo lo que deseas, debes deshacerte de ella. Destrúyela o tírala, no importa, pero no debe permanecer en tu casa. O pagarás las consecuencias.

Miró a aquel tipo como si estuviera loco. Seguramente lo estaba. ¿Qué estatuilla iba a tener ese poder? No era tan iluso para no saber que estaba intentando usar su desesperación para venderle un regalo horrible que no haría nada de nada. Bueno, de sus tiempos de estudiante recordaba una frase que le habían dicho que era la única que podía tirar abajo una venta.

—Lo siento, pero no tengo dinero para comprarla.

Pero el hombre frente a él no perdió su sonrisa, y le forzó a coger la figura con aspecto de gato momificado. El tacto era frío, recordaba al cuero y no le daba confianza alguna.

—No debes preocuparte. No te cobraré ahora. Vendré a por mi pago más adelante, cuando haya acabado todo.

No le quedó más remedio que aceptar, y al cabo del rato, sin siquiera ser capaz de registrar cómo había abandonado la tienda, se encontraba de camino a casa. Toda la situación había sido tan surrealista, que habría creído que era una alucinación de no ser porque seguía llevando aquella horrible figurita en la mano. Al principio, hizo un pequeño esfuerzo por ocultarla, pero no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que la gente no parecía prestarla atención. O, si lo hacían, lo disimulaban muy bien.

Tal vez si hubiera llegado a casa de inmediato, la hubiera tirado a la basura, o hubiera vuelto y se la hubiera devuelto al tendero loco. Pero cuando quiso razonar que aquello no era lo más sensato que hubiera hecho en su vida, estaba ya demasiado lejos como para considerar regresar a la tienda. Así que dejó la figurita en el primer lugar que encontró. Luego, casi sin pensarlo, sacó una moneda. La más grande que tenía era de cincuenta céntimos. Dudó durante unos instantes, pensando en lo absurdo que era todo aquello, antes de dejar la moneda al lado de la figurita. Era una tontería, a fin de cuentas, pero nada le impedía probar, ¿verdad? Lo más seguro es que a la mañana siguiente todo siguiera igual. Iría entonces a devolver el maldito gato momificado, y allí no habría pasado nada.

Esos pensamientos quedaron olvidados cuando a la mañana siguiente recibió una llamada del juzgado.

—Sí, necesitamos que venga y nos facilite una cuenta bancaria— decía la mujer al otro lado de la línea. A pesar de que eran las nueve de la mañana, parecía estar cansada como un muerto ya a esas horas.

—¿Para qué la necesitan?— preguntó él, no muy seguro de que aquello no fuera hacerle pagar por algo más.

—Para la devolución de la fianza que pagó a causa de su juicio.

Se quedó parado, sin decir nada, mirando a la pared frente a él sin verla. ¿Le devolvían la fianza? ¿En serio?

—¿Sigue ahí? ¿Está bien?— preguntó la mujer.

—Sí, sí. ¿Pero de verdad me la van a devolver? ¿No se la quedan?

—Lo cierto es que deberían habérsela devuelto después del juicio, ya que se presentó voluntariamente. Pero…

—¿Pero?

—Eh… ¿tal vez no ha visto las noticias?

Le hubiera querido decir que en su situación una de las primeras cosas de las que había decidido prescindir era de la televisión. Y que en su estado, tenía más bien pocas ganas de interesarse por el resto del universo. Pero decidió que aquello era algo que no quería airear, así que respondió con un escueto “no”.

—El juez que llevó su caso… bueno, digamos que se quedó con lo que no debía. Él y uno de los fiscales están siendo investigados ahora.

—¿Investigados? Oh…

Si lo que habían hecho era ilegal, y tenía pinta de serlo, aquello no se solventaría con una simple riña. Incluso si todos aquellos que trabajaban en el sistema de justicia eran gente que se cubría las espaldas, esto era un escándalo grave que acabaría con varias cabezas rodando, y no solo la de los criminales. Suponía que, para evitar que cayera aún más vergüenza sobre el sistema, se habían apresurado a pagar a los damnificados. Y alguien de más arriba iba a tener que dar muchas explicaciones. No, esto iba a ser muy, muy sonado, y esas dos personas no iban a salir bien paradas de esta.

Sonrió. No había esperado esto, pero la fianza había sido una cantidad muy suculenta de dinero que ahora volvía a sus manos. Con eso podría comenzar de nuevo…

No, se dijo. Todavía no había recibido suficiente compensación. Pero con este dinero que iba a recibir, podría hacer más cosas. Puede que incluso al final le quedara suficiente como para montarse su propia empresa y de verdad hundir a su hermana. Acordó una hora para acudir al juzgado y solventar el papeleo de su fianza, y una vez colgó, buscó un número en la agenda. Su sonrisa era maquiavélica cuando la otra persona cogió el teléfono.

—Ana, necesito hacerte una consulta. ¿Has oído lo del juez y el fiscal de mi juicio?— esperó a la respuesta afirmativa de la abogada—. Necesito hablar contigo de eso y… ¿Piensas que podría ganar unos cuantos juicios por difamación? No te preocupes, creo que tengo dinero para cubrir esos gastos.

La presencia de la estatuilla de gato momificado desapareció de su cerebro. Incluso cuando ahora su piel, en lugar de cuero, comenzaba a mostrar unos parches semejantes a trozos de cerámica negra que parecían imitar al pelo de un animal.



Aquella noche se sentía como el ave fénix que resurgía de sus cenizas. Era el fin de aquel largo camino de retorno. Había sido inusitadamente rápido, teniendo en cuenta que se habían celebrado juicios de por medio y la justicia no era precisamente rápida. Pero había sido como si algo empujara a toda esa gente normalmente lenta a moverse a toda velocidad, como si todo aquel asunto quemara y no quisieran tenerlo más cerca de ellos.

Por supuesto, el juez y el fiscal habían sido los primeros en caer. No solo eso, se había asegurado de haberse presentado como una de las acusaciones particulares. Su grupo de abogados, con Ana delante, se habían comportado como auténticos lobos, lanzándose sobre la defensa y destruyéndola. No solo aquellos dos (y otros cuantos más) pasarían una temporada entre rejas y no podrían ejercer su profesión nunca más, él había conseguido que le tuvieran que pagar una compensación por todos los daños sufridos. No estaba seguro de que realmente pudieran hacerlo, pero eso solo los hundía más en la miseria ya que tendrían que declararse en bancarrota. Cualquier cosa que hiciesen u obtuviesen acabaría pasando a sus manos para pagarle. Ese daño era suficiente. Ahora sabrían aquello por lo que había pasado él.

Lo siguiente fueron los juicios por difamación. Oh, fueron complicados, porque intentaron sacar a la luz todos aquellos juicios anteriores, pero era un intento ridículo. ¿No habían acabado todos ellos en una declaración de no culpabilidad? Era cierto que intentaron todos los trucos conocidos y algunos nuevos para tirar su acusación abajo, pero de nuevo su nuevo y flamante equipo de abogados los destruyó. La compensación que tuvieron que pagar fue más que sabrosa, pero le resultó mucho más agradable ver cómo todos habían tenido que emitir una disculpa pública. Eso le volvió a meter de lleno en los rumores, pero esta vez de una forma distinta: como el hombre que había sido tratado de forma injusta y que ahora estaba luchando para recuperar su dignidad y su lugar en el mundo. Por supuesto, los medios afectados habían intentado volver a denigrarle, pero ahora que todo había quedado demostrado, se veía como una pataleta porque tenían que pagar por lo que habían hecho mal. Algunos de aquellos tertulianos se habían encontrado con que no salían en más programas. Ah, aquello había sido realmente agradable.

Pero no se había sentido satisfecho, no. Sabía que la persona detrás de sus desgracias era su hermana. Y sabía que la única manera de saciar su sed era arrebatándole todo de la misma manera que ella se lo había arrebatado a él.

Había sido un proceso de investigación complejo, seguido de un juicio aún más largo. Su acusación había sido que su hermana se había aprovechado de la delicada salud de su padre para forzarle a cambiar la herencia de forma que la beneficiara sólo a ella. Por supuesto que esto era tan solo conjeturas, y aunque no le habría sorprendido que fuera verdad, también era probable que su padre hubiera estado de acuerdo en hacer algo así. Pero delante de la juez habían mostrado las evidencias: que la herencia se había cambiado poco antes de la muerte de su progenitor, de forma secreta y con su hermana como testigo, y que él había recibido únicamente el mínimo exigido por la ley. Si lo unía al hecho de que su trabajo en la empresa de su padre había reportado grandes beneficios, ponía a su hermana en una situación complicada, y más cuando se demostró que había malvendido aquella parte de la empresa. De seguro que si su padre hubiera estado vivo, la cosa se habría complicado. Pero no lo estaba. Y ahora era su palabra contra la de ella, salvo que la de él estaba apoyada por los actos de ella.

Así que su hermana se vio obligada a entregarle un buen trozo de su empresa.

Oh, no lo había hecho mal, desde luego. Era una arpía a la que le deseaba todo lo peor del mundo, pero no era tan estúpido como para no ver su valor. Si no hubiera hecho todo lo posible para quitarle de su camino, habría pensado incluso en tenerla como su vicepresidente. Pero claro, ella había decidido estrellarle contra el suelo, y él solo podía devolverle el favor. Así que primero se hizo con la parte de la empresa que le correspondía. Y una vez la tuvo en su poder, comenzó el trabajo de hacerse él con su parte.

Oh, fue complicado. Había tenido que ir esquivando todas sus maniobras para echarle a él. Hubo varios intentos de hacerle ver como un estafador y cosas peores otra vez, pero había aprendido la lección, y se aseguró de tener a su lado a alguien siempre, y a tener pruebas de todo lo que hacía. Por supuesto, ella no era la que hacía las denuncias de forma directa, no era idiota. Pero a medida que lo intentaba con todas sus fuerzas, y perdía, fue cometiendo más y más errores. Y mientras tanto, él comenzó a socavar su poder en la junta. ¿Cómo podían fiarse de alguien que solo se preocupaba de hacerle la vida imposible? ¿Acaso no estaba logrando resultados? A medida que los dos se obsesionaban más el uno con el otro, estaba claro que todo aquello acabaría mal tarde o temprano.

Lo que no se esperaba, sinceramente, es que su hermana se tirara de la azotea del edificio.

¿Tal vez debería haberlo hecho? Los últimos días había estado más rara de lo normal. En las pocas ocasiones en las que se habían encontrado, la había visto murmurar y comportarse de forma errática. Por suerte para él, estaba seguro de estar a salvo aunque se hiciera una investigación sobre las causas de su muerte. A fin de cuentas, cuando había saltado él había estado cenando con varios de sus nuevos asociados en un restaurante de bastante prestigio al otro lado de la ciudad, así que era imposible que la hubiera empujado. Y de todas maneras, ¿no era ella la que estaba haciendo de su vida un infierno? No, estaba seguro de que nadie podría acusarle esta vez. Había sido cuidadoso.

Claro que tendrían que disculparle por no molestarse siquiera en derramar unas lágrimas por ella. Oh, había mostrado una expresión contrita cuando el periodista de turno había preguntado, y había mentido vilmente diciendo que la respetaba mucho a pesar de todo lo que le había hecho sufrir. Era todo de cara a la galería, por supuesto. Estaba más preocupado por la herencia. A fin de cuentas su hermana estaba tan absorbida por su trabajo que ni siquiera se había casado, y lo de tener hijos ni se le había pasado por la cabeza. Pero en este caso era perfectamente posible que ella le hubiera dado su parte a un cualquiera, y que él no tuviera derecho a nada.

Así que se sitió jubiloso cuando se certificó que su hermana no había dejado constancia por escrito de lo que pensaba que se debía hacer con sus pertenencias. Eso quería decir que él quedaría como el heredero. Había comenzado a hacer todos los trámites necesarios, y sabía que le llevaría un tiempo, pero ya lo había logrado. Por fin lo había conseguido.

Había obtenido lo que tanto ansiaba. La venganza absoluta sobre todos los que le habían hecho daño. Ahora tan solo tenía que seguir con su vida hasta el final, dejar que la empresa se manejara por sí sola y vivir prácticamente de las rentas. Todo había terminado.

En el momento en el que ese pensamiento cruzó por su cabeza, un recuerdo lejano y apagado le hizo detenerse en su euforia. ¿No le había dicho alguien que tenía algo que hacer al final de todo aquello? ¿Algo importante?

Miró a su alrededor, a los objetos en el despacho de su casa. Sus ojos se centraron en una estatuilla que parecía chocar con el resto de la decoración. Era un maneki neko, pero era uno bastante raro. Era completamente negro, y tenía los ojos rojizos. La pata levantada parecía estática, lo cual no era normal, aunque agradecía que no tuviera movimiento porque aquello lo habría hecho bastante hortera. Bajo la otra pata, la moneda no era alargada, sino completamente redonda, y de un color dorado. Se parecía más a una moneda de cincuenta céntimos sobredimensionada. En general, aunque tenía un aspecto semejante al de un maneki neko normal, las diferencias eran suficientes como para ponerle nervioso. Su primer instinto fue el de agarrar aquella cosa y tirarla por la ventana.

Pero se contuvo. Sólo era la sorpresa, se dijo, y cuanto más lo miraba, menos feo le parecía. Intentó recordar dónde lo había conseguido, pero era incapaz. ¿Tal vez en uno de sus últimos viajes? ¿O era un regalo de alguien? Ah, sí, ahora que lo pensaba, alguien se lo había dado. No sabía quién. Pero era un… ¿regalo? ¿O un préstamo? ¿No se suponía que tenía que devolverlo? Ah, entonces no podía tirarlo. Era demasiado importante. Cuando tuviera todos los papeles en regla, se dijo, buscaría a su dueño y se lo entregaría. Seguro que lo tenía escrito en algún lado, lo escribía todo desde que había comenzado a levantar la cabeza.

No vio cómo los ojos rojizos de la figurita se iluminaban siniestramente.



La caída duró dos meses.

Hacer los papeles para heredar todo lo de su hermana tardó poco, pero pronto descubrió que era un regalo envenenado: al no haber testamento, los impuestos debían pagarse de forma íntegra. Para una empresa de ese calibre eran tales que casi le dejaron tiritando. Tendría que reducir su tren de vida un tanto, y aunque no era grave, suponía un problema. Pronto descubrió que el problema iba a ser peor: su hermana, que tan buena parecía, había dejado un agujero enorme en las cuentas de la empresa, uno que había intentado ocultar durante todo el tiempo posible. Como aquella parte en la que él tanto había trabajado y que ella había malvendido, había hecho algo similar con otras partes importantes. El negocio principal también había sufrido. No había dinero. ¿En qué demonios se había estado gastando esa idiota tanta pasta?

Pronto descubrió en qué: tenía unas deudas enormes, deudas que acababa de heredar de la forma más estúpida. Ahora era él el que tenía que correr con dicha deuda, y pagarla. Y los plazos estaban venciendo rápidamente, poniendo en marcha intereses tan horrendos que era imposible que pudiera pagar aquello de ninguna manera.

No, se dijo, podía solucionarlo. Si cerraba todos los departamentos que suponían un gasto y dejaba la empresa en los mínimos más mínimos, podía sacarla adelante, hacer dinero, y con eso…

Pero entonces todo salió a la luz. Un periodista había estado investigando, y había descubierto lo que había estado ocurriendo con su hermana. Aunque él no había sido el causante del descalabro, estaba claro que consideraban que los robos y ventas de su hermana eran a consecuencia de su venta, a pesar de que todo había estado ocurriendo desde hacía mucho, mucho tiempo. Y con ello, volvieron los rumores sobre sus muchos deslices, a pesar de que no había vuelto a hacer esas cosas. Los tertulianos que tanto le habían odiado volvieron a hablar de él, sentándose de nuevo en los platós de televisión sin problema en insultarle. Pero estaba demasiado preocupado como para preocuparse por ello. Con todos los problemas aireados, las acciones cayeron en picado, los accionistas comenzaron a pedir su cabeza, y de pronto se encontró con que una multinacional extranjera había comprado la compañía. De pronto se encontró reducido de nuevo a un simple jefe de sección, sin saber muy bien cómo, y con las deudas de su hermana todavía encima.

Y entonces llamaron a la puerta de su piso que se estaba quedando vacío rápidamente mientras intentaba vender lo que fuera con tal de conseguir una forma de saldar sus deudas.

Lamentó abrir la puerta nada más hacerlo. Detrás había varios policías. Uno de ellos iba vestido de paisano, con ropas cómodas, pero el resto llevaba sus debidos uniformes. Casi sin respirar, se encontró de cara a la pared y siendo registrado.

—Queda detenido por inducción al suicidio de su hermana— anunció el tipo de paisano—. Se leerán sus derechos en comisaría.

Ni siquiera pudo decir nada antes de ser arrastrado hacia el coche que le esperaba delante del portal.

Todo lo siguiente había sido surrealista. Ya había pasado por eso anteriormente, pero en aquel momento estaba tan anonadado de estar pasando por ese mismo calvario a pesar de todo lo que había hecho para evitarlo, que le parecía estar andando rodeado de niebla. Se negó a declarar al principio… o más bien debería decir que no dijo absolutamente nada porque ni siquiera sabía por dónde empezar. En algún momento dado de aquella pesadilla solicitó la presencia de su abogada. Consiguió que llamaran a Ana. Mientras venía le encerraron en el calabozo, y tardó en ver a la única persona que le podía sacar de ahí varias horas.

—Estás jodido— le dijo nada más llegar--. Han encontrado grabaciones en el piso. Grabaciones tuyas.

—¿Grabaciones de qué?

—No he podido escucharlas todavía, pero si lo que me dicen es cierto, parecen ser llamadas a horas tardías y demuestran que estuviste acosándola desde que recuperaste la fianza.

—¡Eso es imposible! ¡No tengo su número personal!

—¿Es eso cierto?

—¿Para qué iba a dármelo? ¡Nos odiábamos! ¡Estaba intentando echarme de nuevo!

Ella le miró, y supo en ese momento que dudaba de él. Que no le creía. Que a pesar de que se conocían desde hacía tiempo, y que todo aquello en lo que habían estado mezclados había acabado con ellos oliendo a rosas, en aquel momento su mente estaba convencida de que le había hecho algo a su hermana. A pesar de ello, dijo que le defendería, pero sus esperanzas comenzaron a desvanecerse rápidamente.

Tuvo razón entonces, porque tras la sesión preliminar, el juez decretó prisión sin fianza para él. El primer día en la cárcel fue una pesadilla hecha realidad.

Y entonces llegó la noche.

Su compañero de celda estaba durmiendo plácidamente. Le habían puesto uno, un preso de confianza, porque alguien a la entrada le había visto y había pensado que había muchas posibilidades de que se suicidara de algún modo. No podía decir que no lo estuviera pensando. Ya no le quedaba nada. Incluso si saliera de allí con la inocencia bajo el brazo, no quedaría nada de dinero para compensar las deudas que le había dejado la imbécil de su hermana. Podía comprender sus temores.

Se sintió observado. No era su compañero, porque los ronquidos eran altos, claros y naturales. Sabía perfectamente distinguir cuándo un ronquido era real o figurado. Se sentó en la cama y miró hacia la puerta para encontrarse con un par de ascuas brillando. No, no eran ascuas. Eran ojos rojizos.

Y entonces lo vio, el gato momificado. La estatuilla que le habían entregado años atrás. Le vio avanzar hacia él de manera siniestra, inexorable. Se echó para atrás todo lo que pudo, hasta que su espalda tocó la pared. Se volvió unos segundos en busca de una ruta de escape y, cuando volvió a mirar al gato, este de repente estaba encima de la cama, preparándose para saltar.

—¡No!— chilló—. ¡No te acerques a mí!

Lo siguiente fue un aullido de dolor y miedo cuando el gato aterrizó sobre su cara con las garras por delante.

Su compañero se despertó, alertado por los gritos, y encendió una luz de emergencia antes de mirar abajo. Años después todavía tendría pesadillas con lo que había visto.

Sobre la cama, con un gigantesco charco de sangre empapando el colchón y goteando hasta el suelo, el cuerpo sin vida del hombre al que tenía que vigilar le mostraba sus entrañas, su cuerpo abierto como si una bestia salvaje hubiera intentado darse un festín con el. Su cara estaba cubierta de garrazos que habían llegado a arrancarle los ojos. En medio de aquella carnicería, sólo podía apreciarse que faltaba una cosa: el corazón. Y en el suelo, bajo el incesante goteo de sangre, una figurita horrible que parecía un gato momificado.



Esperó a que la conmoción muriera, al menos durante unas horas, antes de entrar. Nadie le vio, y los sistemas de seguridad tampoco le grabaron. Era un hechizo costoso, pero valía cada gramo de materiales que necesitaba para lanzarlo. Las puertas tampoco le detuvieron, no podían hacerlo. Y por fin llegó a la celda.

La figurita todavía descansaba en el suelo, cubierta de sangre seca. Se inclinó sobre ella y la cogió. Apenas la tocó, la figurita quedó limpia, y los restos de sangre se desperdigaron por el suelo de tal manera que pareciese que nunca había estado allí. Miró al horrendo gato momificado. Aunque volvía estar con su aspecto original, sentía que estaba satisfecho con su festín.

—¿Por qué nunca escuchan?— se preguntó en voz baja, soltando una risilla queda.

Con un chasqueo de dedos, Vasily activó uno de sus hechizos y se desvaneció del lugar.

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