lunes, 23 de diciembre de 2013

De costumbres navideñas...

... y posts kilométricos.

Hay un artículo que siempre he querido hacer. Hace tiempo me planteé hacerlo, pero entonces salió un libro hablando del mismo tema y decidí que no era cuestión de pisarle a nadie el negocio. Pero se acabó. Después de años y años escuchando la hipocresía de que tal o cual fiesta es importada pero luego obviando otras que también lo son pero que parecen no importar (Black Friday, te estoy mirando), he decidido que ha llegado la hora de destripar las costumbres de algo tan “nuestro” como es la Navidad. Así que abrochaos los cinturones, que el viaje va a ser movidito.

Huid ahora que todavía estáis a tiempo


¿Y por qué no empezar por el principio, por la fecha señalada, por ese precioso 25 de diciembre?

Cualquier cristiano al que le hayan enseñado religión como se debe sabe que Jesús NO nació el 25 de diciembre. A día de hoy, no se sabe a ciencia cierta la fecha. Algunos dicen que fue en primavera, otros que en Epifanía, otros que en septiembre… En lo único en lo que todos están de acuerdo es que no fue el 25 de diciembre. Pero a la hora de la verdad, como nadie sabe la fecha real, ¿para qué cambiarla? Pero, ¿por qué se eligió el 25 de diciembre como la Navidad?

La respuesta es relativamente simple: por asociación con el solsticio de invierno. La historia que suele contarse es que la Iglesia decidió celebrar el nacimiento de Cristo al mismo tiempo que una festividad romana, la fiesta del Sol Invicto. Aunque algunas fuentes señalan que no existe relación real entre la Navidad y la fiesta del Sol Invicto, y que se eligió por lo metafórico de este fenómeno astronómico, no queda más remedio que indicar que la fecha no es una simple coincidencia, precisamente por tratarse del solsticio de invierno. Podría decirse que rara es la cultura europea que no tiene una celebración en esta fecha, así que lo normal es que si un grupo de romanos decidían cuando iba a celebrarse una fiesta de tanta importancia, tenderían a elegir algo como el solsticio de invierno.

Pero Yuko, diréis, el solsticio de invierno es el 21 de diciembre. Bien, aquí es donde la matan: entre las fechas en las que sale la mención del 25 de diciembre como fecha de la Navidad y nuestros días existe un cambio de calendario: del juliano al gregoriano. ¿Por qué es esto importante? Porque digamos que a la altura en la que se adoptó el calendario gregoriano se había descubierto que por un error de cálculo del juliano había un desfase de diez días entre las fechas indicadas y los eventos astrológicos que correspondían a las mismas. Una vez se arregló el desaguisado, el solsticio de diciembre pasó de ser el 25 de diciembre, fecha señalada por el calendario juliano, al 21 de diciembre, fecha señalada por el calendario gregoriano. Pero claro, el 25 de diciembre ya era la fecha de Navidad, y cambiarla era ya demasiada complicación, así que donde estaba se quedó.

Podría hablaros de los dolores de cabeza que supuso el cambio de un calendario a otro, pero me daría como para llenar otro artículo, y este ya va a ser un ladrillazo a la cara, así que…

Bueno, volvamos a nuestro tema. Así que ya todos tenemos claro que la fecha de Navidad se eligió, como mínimo, porque caía entonces en el solsticio de invierno. ¿Empezamos bien, verdad? Pues esperaos, que no he acabado todavía.

En honor a todos esos que gritan que Halloween es una costumbre importada, e incluso que es satánico, voy a hablaros de esa bonita “tradición” que es el cortar una pobre conífera, llevársela a casa y llenarla de decoraciones coloridas y brillantes cual si fuera Priscilla, reina del desierto (para ver travestido a alguien, creo que prefiero que sea Hugo Weaving, en serio). En pocas palabras, allá voy a por el árbol de Navidad.

¿De dónde sale el árbol de las narices? ¿Por qué es una conífera? La historia más popular es la que cuenta que San Bonifacio, allá por el siglo VIII, se fue a evangelizar a los germanos. Para el festival de Yule, los germanos adornaban y veneraban un roble sagrado que venía a representar al Ygdrassil. Al simpático obispo no se le ocurrió otra que talar el árbol sagrado. Según cuenta la leyenda, cuando ningún dios vino a tirarle un rayo a la cabeza, los germanos quedaron maravillados y se convirtieron en masa al cristianismo. Y, al parecer, decidió que una conífera cercana al pobre roble era una buena representación del amor de Dios.

Leyenda aparte, las primeras menciones del árbol de Navidad como tal aparecen en el siglo XVIII… ¡en Alemania! ¡Sí, nuestra primera tradición importada del artículo! Creedme, no será la última. Las fuentes mencionan que esta práctica de adornar con velas, manzanas (que venían a significar el pecado original, ¡bonita decoración navideña!) y demás parafernalia era típica de las tierras cercanas al Rhin. Sin embargo, no sería hasta principios del siglo XIX cuando empezaría a extenderse por el resto del territorio alemán, de mano de oficiales prusianos que habían emigrado a causa del Concilio de Viena.

Por lo que se ve, la idea de cortar y adornar al pobre arbolito con motivo de las fiestas resultó tremendamente atractiva a la nobleza de la época, y la moda se extendió como la pólvora por toda Europa… Incluida España, porque, por lo que se ve, los distinguidos habitantes del Palacio de Linares la adoptaron por aquellas fechas.

Y de ahí pasamos a horrores como este...
Antes de continuar, si queréis seguir esta tradición y habéis decidido que un árbol artificial no es para vosotros, antes de asesinar a un pobre representante del mundo vegetal solo para hacer bonito, los chicos de la facultad de Ingenieros de Montes de la Politécnica de Madrid venden abetitos criados en vivero, completos con su macetita y sus raicitas y todo. Además, tienen un servicio después de las fiestas para recogerlos y darles un nuevo feliz hogar donde puedan crecer a sus anchas y convertirse en señores abetos como mandan los cánones. Sed buenos con el medioambiente, y con los pobres árboles, y compradlos allí. Y si no sois de Madrid, investigad, que seguro que cerca de vosotros hay algún vivero dispuesto a ayudaros en vuestra misión navideña.

Desde luego delgado no es
Pero bueno, me diréis, lo del árbol de Navidad no es tan nuevo. Lo de que sea importado no es tan terrible. Bueno, entonces, ¿qué tal si vamos entonces a por el gran culpable del día? Vamos a por ese “gordo barrigudo” que le llama cierto amigo mío.

El problema es cómo empezar. A día de hoy, Santa Claus y Papá Noel son el mismo personaje,  pero durante un largo periodo de tiempo fueron dos figuras separadas. Su origen tampoco es exactamente el mismo, aunque se puede decir que los dos personajes beben de la misma fuente, por así decirlo. Empecemos por la susodicha fuente común, que, para variar, es cristiana: la figura de San Nicolás de Myra, un obispo griego del siglo IV.

Históricamente, nuestro amigo Nicolás fue uno de los obispos llamados al Concilio de Niza y fue un firme partidario de la posición ortodoxa. Sin embargo, la razón por la que este hombre es el santo patrón de los niños, los marineros y los filatélicos (no, no me preguntéis, no sé de dónde ha salido eso) tiene que ver más con las leyendas asociadas a él. La que supongo que más importará en este aspecto es aquella en la que un padre, pobre de necesidad, no era capaz de proporcionarles la dote a sus tres hijas para casarlas, lo que podía acabar con ellas convertidas en prostitutas. Oyendo su lamento, San Nicolás, que era de carácter más bien tímido, decidió acercarse a la casa por la noche y lanzar dentro de la casa tres bolsas llenas de oro. Está, además, la leyenda sobre el carnicero que mató a tres niños y los dejó en un barril para curarlos cual si fueran jamones, que fue descubierto y denunciado por San Nicolás, que revivió a los tres niños descuartizados. Y la de los marineros que le dieron trigo a pesar de que se les iba a caer el pelo si tenían menos peso del indicado, pero luego se encontraron con que tenían el peso requerido a pesar de todo el trigo que le habían dado. No, todavía no sé qué tiene que ver todo esto con los filatélicos. Si alguien me lo explica, le estaré muy agradecida.

Antes de continuar, quiero decir que aquí SÍ se venera a San Nicolás, pero cuando normalmente se acude a él es para solicitar trabajo. Supongo que tiene que ver con la misma leyenda, y con que el trabajo conlleva dinero. Solo quiero que quede constancia de que, a partir de aquí, nuestra visión de San Nicolás se desvía de la que tienen en otros países, sobre todo en relación con la Navidad.

¿Y qué relación puede tener este buen hombre con la Navidad, diréis? Bien, aquí es donde damos el primer salto fuera del campo. Para ello nos tenemos que ir a los países nórdicos y germánicos, donde San Nicolás se convierte, previo acortamiento del nombre, en Sinterklass. Las primeras menciones de esta figura aparecen tan pronto como en la Edad Media, y hace acto de aparición durante el día de San Nicolás, el 5 de diciembre. De Sinterklass se dice que viene de España, bien porque a veces se le representa con esferas de oro que se confunden con naranjas (que en aquella época, o venían de España o no venían, punto), o bien porque su cuerpo está enterrado en una ciudad en cierta zona de Italia que en aquellos tiempos pertenecía a España. En cualquier caso, el tipo llegaba en barco, e iba acompañado de ayudantes negros vestidos con ropajes árabes, que en realidad eran demonios. Si el pobre levantara la cabeza… El caso es que por aquella época, las celebraciones era una forma para ayudar a los pobres, poniendo dinero en su calzado.

El caso es que cuando los Países Bajos se rebelaron contra España, los calvinistas intentaron prohibir las festividades. Las protestas fueron tales, que tuvieron que recular y permitir que pudieran celebrarse en el ámbito familiar. Allí se quedaría hasta el siglo XIX, donde la celebración pasó a ser una festividad para los niños, y donde los ayudantes de Sinterklass pasaron de ser muchos a ser solo uno, negro, y llamado Pete el Negro. Ya estoy oyendo el crujir de dientes de los amantes de lo políticamente correcto desde aquí. La tradición dice que Pete el Negro se lleva a los niños malos dentro de un saco, mientras que los niños buenos reciben regalos de Sinterklass. Estos regalos suelen ser dulces, chocolates, mazapán, mandarinas… En general, nada de juguetes, pero regalos a fin de cuentas.

En Inglaterra, una personificación de la Navidad surge tan pronto como durante el siglo XV en algunas obras. Sin embargo, empieza a convertirse en un personaje de relevancia durante el siglo XVII, mientras los puritanos buscan prohibir la Navidad (en serio, ¿qué les pasa a los protestantes con las malditas fiestas?). En este caso, sale en distintos panfletos mostrando su tristeza por la pérdida de la fiesta. En general, aunque ya se le representaba como un hombre anciano y alegre, se consideraba como la representación de una celebración adulta, con festines y bebidas. No es hasta la época victoriana cuando se “fusiona” con Sinterklass y pasa a ser el anciano alegre vestido de rojo que trae regalos a los niños. Y, como es la personificación de la Navidad, ya podéis figuraros en qué día hace el reparto.

Y ahora es cuando llegamos a Estados Unidos, sus tropocientos mil inmigrantes, y su extraña capacidad para agarrar cosas de origen europeo, encerrarlas en una coctelera, agitarla, y repartir por todo el mundo el resultado. En este caso, agarraron las figuras de Sinterklass y Father Christmas, le dieron un buen revolcón, y salieron durante el siglo XIX con el afamado Santa Claus. Básicamente, todo lo que se cree de nuestro rotundo fragmento de nuestra imaginación proviene de los poemas de un tal Clement Clarke Moore y de las ilustraciones de un tal Thomas Nast. De ahí, Santa Claus se extendió como la maldita pólvora por todo el país y luego, a través del bombardeo de las películas, libros y demás parafernalia, al resto del mundo. Tanto es así que al final Santa Claus y Papá Noel acabaron siendo una sola figura, que se ha convertido en el repartidor oficial de regalos en una buena parte de nuestra geografía.

Y esta es la pinta que le dio Nast... Si le veo en mi casa, saco la katana pero fijo.
Esto no sería tan problemático de no ser porque, al contrario que Halloween que ocupa un lugar que no ocupaba nadie previamente, la gloria del rechoncho y barbudo repartidor de regalos viene a costa de una tradición que, por desgracia, es de las pocas que se puede considerar propia nuestra: los Tres Reyes Magos.

Vamos a ver, creo que todo el mundo aquí se sabe la historia de los tres sabios de Oriente que acuden a Belén a regalarle a Jesús oro, incienso y mirra (y también supongo que sabréis qué representa cada regalo, ¿no?). Por el momento no entraré en disquisiciones sobre lo que dijo Benedicto XVI al respecto, porque como nos pongamos a hablar de ciudades míticas salimos de aquí tres por cuatro calles. Además, aquí estamos hablando de costumbres navideñas, ¿no?

La Adoración de los Reyes, por Murillo. Con mucho más estilo.
El día 6 de enero es el día de Epifanía, en el que se celebra la revelación de Jesús a los Sabios de Oriente. Tras leer una ingente sarta de chorradas al respecto, por fin he conseguido lo que parece una fuente medianamente fidedigna. Bien, todos recordamos lo que he dicho previamente sobre la fecha en la que se celebra la Navidad, ¿verdad? Pues bien, antes de que se decidiera esta fecha, la celebración solía tener lugar el 6 de enero. Ese día se celebraba TODO, es decir, el nacimiento de Jesús, la visita de los Reyes Magos/Sabios de Oriente, etc. Tras el fraccionamiento de los primeros cristianos, los católicos celebramos la venida de los Reyes Magos, mientras que en las iglesias orientales se celebra el bautismo de Jesús. Suficiente como para marearse.

El por qué de los regalos en esta fiesta está bastante claro, ¿no? A fin de cuentas, lo que hicieron los dichosos reyes fue, precisamente, hacerle regalos a Jesús. Encontrar el origen de la tradición, en cambio, ha sido bastante más complicado. Una de las fuentes consultadas indica que la costumbre se inició a mediados del siglo XIX, sin explicar mucho más. La segunda fuente habla en cambio de que la tradición de dar regalos provenía de mucho más antiguo y que, de manera similar a Sinterklass, originalmente se trataban de regalos de los señores a sus siervos, o a pobres. Desgraciadamente, no tengo capacidad para confirmar la autenticidad de ninguna de las fuentes, aunque en el segundo caso tiene bastantes documentos sobre las cabalgatas de Reyes que la hacen parecer, al menos, bastante más documentada. Dejémoslo en que estas costumbres se observaban ya a mediados del siglo XIX, y curémonos en salud.

En cuanto a los propios Reyes Magos, sus nombres y su destino final, es también un tema fino. La mención a los Reyes Magos ocurre solo en el evangelio de Mateo. En el de Marcos y Juan no se hace mención del nacimiento y la infancia de Jesús, mientras que Lucas, que sí habla de este tema, no habla en ningún momento de estas figuras. La tradición dice que los Sabios se convirtieron en seguidores de Jesús, y que fueron martirizados. Sus restos permanecen, dice la tradición, en la catedral de Colonia. Aunque para los católicos los magos eran tan solo tres, para los ortodoxos el número es mayor: doce. Siguiendo la costumbre católica, que es la que se observa en este país, los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar no surgieron hasta el siglo IX, y las representaciones de Baltasar como el rey negro no aparecen hasta los siglos XII y XIII. La tradición dicta que representan cada uno a un continente: Melchor a Europa, Gaspar a Asia, y Baltasar a África. Al parecer, la genial idea se le ocurrió a un monje benedictino.


Y hablando de monjes y de Reyes Magos, este es un momento ideal para hablar de otra costumbre “nuestra”: el Belén. O Nacimiento. O como queráis llamarlo. El caso es que en este caso el origen está perfectamente documentado; el primer belén, que además fue también el primer belén viviente, fue creado por San Francisco de Asís en el año 1223. Hizo una representación del nacimiento, con personas y animales, en una cueva cercana a la ermita de Greccio, con las bendiciones del Papa Honorio III. Decir que fue un éxito sería quedarse corto, porque este tipo de representaciones se corrieron como la pólvora y, en menos de cien años, se esperaba que cualquier iglesia de Italia celebrara una con motivo de la Navidad. El paso a las figuras fue uno bastante obvio (hay un límite al tiempo que puedes estar haciendo una cosa, a fin de cuentas) En cuanto a cómo llegó a nuestras tierras esta costumbre, también está más que documentado: el rey Carlos III, que por aquel entonces también era rey de Sicilia, se entusiasmó con la costumbre y la importó a nuestro país. El resto es, bueno, historia.

Todo sea dicho, la costumbre de los belenes está extendida por todo Occidente. Así que podríamos decir que sí, San Francisco de Asís sabía como montar un buen show.

Hablando de shows, pasemos a esa divertida parte que son los villancicos navideños. Aquí voy a tener que hacer malabares para explicarlo. Empecemos diciendo que canciones religiosas referidas a la Navidad las ha habido tan pronto como el siglo IV. Sin embargo, empiezan a popularizarse en el siglo XIII gracias a, ¿lo adivináis? Nuestro amigo San Francisco de Asís. ¿Qué decíamos de que sabía montar un buen show? ¡Hasta música llevaba! El caso es que, a la hora de la verdad, canciones de este tipo las ha habido siempre, y siempre ha habido compositores dispuestos a añadir más leña al fuego. Hasta ahí, todo bien. Sin quejas. El problema viene por el nombre que nosotros los españoles usamos para estas canciones.

Porque, veréis, si mis clases de lengua en el colegio no me fallan, los villancicos eran poemas o canciones basados en la métrica usada por los mozárabes durante el tiempo de la Reconquista. Como ahora me digáis que no sabéis qué es un mozárabe, os muerdo. Volviendo al tema, este tipo de composiciones, que comenzaban con un estribillo corto que después se iría repitiendo detrás de cada estrofa o copla, se hicieron tremendamente populares durante el siglo XV. Sin embargo, no sería hasta el siglo XVI en el que la Iglesia comenzaría a usar el villancico como una canción de tipo religioso. Sin embargo, en el siglo XVIII su popularidad comenzó a decrecer, hasta el punto de que fueron prohibidos en las celebraciones religiosas (no sé si es hipocresía o simplemente la corta memoria histórica de la que adolece la humanidad en general, pero eso no lo vamos a discutir ahora aquí) y finalmente quedaron reducidos a las canciones navideñas durante el siglo XX.

Y, por fin, llegamos al último despiece (¡aleluya!), que consiste en despiezar las ideas preconcebidas sobre el tema de las dichosas uvas de Año Nuevo.

Bien, todo el mundo celebra el Año Nuevo, cada uno a su manera. Lo raro es que no haya una fiesta durante la noche en la que se cambia de año. Pero España tiene su manera particular de hacerlo, como todos sabemos, que es comerse doce uvas al tiempo que suenan las campanadas del inicio del primer día del nuevo año. Y a todos nos han contado la afamada historia de que esta tradición es más bien moderna: en el año 1909, la cosecha fue tan grande que, para deshacerse del excedente, hicieron correr la idea entre la gente. Lo que nadie cuenta es que sí, hicieron correr la idea… popularizando una costumbre que se estaba siguiendo por la burguesía española desde finales del siglo XIX. Hay artículos respecto a esta costumbre, supuestamente importada desde Francia o Alemania, tan pronto como el año 1894, y ya en 1903 esta costumbre estaba muy arraigada en Tenerife. El excedente de 1909 simplemente fue el empujoncito final que convirtió el acto de comerse las uvas en las campanadas de moda pasajera a tradición definitiva.

Sí, sé que me estoy dejando cosas en el tintero, pero seamos sinceros, tras horas de navegar por la web, unas ocho horas de escribir este monstruo, y seis páginas de Word con capacidad para inducir aburro hasta a las cabras, considero que he usado el cuchillo bastante este año, y puedo dejar algo para el que viene. Mientras tanto, os deseo unas felices fiestas, mucha salud, y que no me asesineis mucho. ¡Feliz Navidad! (O Hanukkah, o Sol Invicto, o lo que os toque)

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