Hace unos cuantos años le di este relato a mi padre para que lo presentara a un concurso de cuentos por mí, por hacer algo porque estaba convencida de que no me iba a comer un rosco. Efectivamente, no me comí un rosco, pero no por las razones que yo pensaba: mi padre había presentado mi relato y el suyo el último día, A ÚLTIMA HORA, y las dos entradas se perdieron irremisiblemente. Y luego me quejo de mi vagancia XD
EL VUELO DEL
VASNAR
Una suave brisa sopló sobre
las pardas plantas del páramo, silenciosa, como si se avergonzara de hacer
aquello para lo que había surgido. Tras ella vino la sombra, que cubrió durante
un instante la zona para seguir deslizándose por el terreno abrupto y grisáceo.
Sobre la sombra, en el cielo, volaba su origen: un dracnos, un pariente menor,
y más dócil, de los dragones. Y sobre el dracnos montaba un vasnar.
Hubo un tiempo en el que el título de vasnar había tenido importancia, en el que el solo hecho de poseerlo garantizaba respeto, admiración y envidia. Hubo un tiempo en el que su nombre (¡tenía un nombre!) era murmurado en conversaciones importantes, su figura observada por todos como la de un héroe, y su corazón deseado por todas las mujeres que de él oían hablar. Hubo un tiempo en que vivía rodeado de gente.
Hubo un tiempo en el que el título de vasnar había tenido importancia, en el que el solo hecho de poseerlo garantizaba respeto, admiración y envidia. Hubo un tiempo en el que su nombre (¡tenía un nombre!) era murmurado en conversaciones importantes, su figura observada por todos como la de un héroe, y su corazón deseado por todas las mujeres que de él oían hablar. Hubo un tiempo en que vivía rodeado de gente.
Aquel tiempo se había
desvanecido.
El vasnar observó la tierra
bajo su montura. No recordaba que el páramo fuera tan grande. Antes podía
cruzarlo en medio día de vuelo, tras avanzar sobre las llanuras y bosques que
habían conformado su protectorado. Había sido una tierra excelente, y a menudo
hablaba con sus gentes, campechanas y trabajadoras. En una colina en el centro
de dicha tierra se había alzado una fortaleza, su fortaleza. ¡Ah, las altas
almenas, los estandartes de vivos colores! Un hogar digno de su título.
Aunque no pasaba mucho
tiempo en él. Sus servicios eran a menudo requeridos en la corte, así que las
tareas de administrar sus tierras las llevaba un hombre de su entera confianza.
Él se encargaba de defender su reino y su gente de todo aquello que los
amenazara. Pero ya no quedaba nada. Todo destruido de un plumazo. Solo le
quedaba su equipo, su montura y sus recuerdos.
Sus ojos vislumbraron
vegetación más verde y agua más cristalina en un pequeño terreno más firme y
rocoso. Sería un buen lugar para descansar.
-Bajemos, amigo- dijo,
palmeando el lomo del dracnos. Su propia voz le sorprendió. Ni siquiera
recordaba la última vez que había dicho algo.
El animal aterrizó con suavidad
sobre la roca, y el vasnar pisó tierra. Buscó algo que le permitiera encender
un fuego, pero no había leña que lo pudiera alimentar. Finalmente, se resignó a
pasar la noche sin una hoguera. Tomó algo de carne en salazón y, tras la frugal
cena, se dispuso a dormir.
Se observó por enésima
vez, seguro de que algo en su vestimenta no estaba en su sitio. Pero la
armadura, lacada en negro y con incrustaciones en plata, relucía; su ropa,
también negra, estaba impecable. Su largo pelo negro había sido cuidadosamente
peinado, y su aspecto general era elegante y distinguido. Todo estaba perfecto.
¿Por qué, entonces, se sentía como si llevara el traje de un bufón? Tal vez era
porque se sentía como uno. Asistía año tras año a la tortura de aquellas
fiestas, para ver aquello que ni siquiera su título podía concederle por más
que lo deseara.
Ahí estaba, hermosa y
radiante, blanca como un copo de nieve virgen. Su vestido era de seda, y su
pálido cabello estaba recogido en un cuidadísimo peinado. Sobre su frente reposaba
una tiara de oro blanco. Sonrió, una sonrisa cálida y amable. Pero esa sonrisa
a él le causaba dolor. Era la única batalla que había perdido. Observó al
hombre que estaba de pie junto a ella. Donde ella era como nieve, el era dorado
como el sol. Vestido con ropajes de colores cálidos, el rubio cabello
ensortijado cayendo desde la trabajada corona de oro, el rey de su reina alzó
los brazos, acallando las conversaciones.
-Amigos míos, estoy
orgulloso de teneros aquí con nosotros en esta fiesta- dijo-. Ahora, saludemos
a mi hija, ¡que hoy cumple diez años!
Surgió de la sala una
ovación a la que el vasnar se unió de mala gana, mientras los orgullosos padres
dejaban el protagonismo a la encantadora niña de rubios tirabuzones. Procuró
apartarse al lugar más oscuro y silenciosos de la sala, un lugar en el que
pasara desapercibido.
Un lugar donde él, el
único que le había derrotado, no pudiera dirigirle su sonrisa de triunfo.
Abrió los ojos a la luz del
sol naciente, mientras el sueño (o el recuerdo) se desvanecía con los últimos
jirones de niebla. Pero la puerta que había tenido encerrado dicho recuerdo
estaba ahora abierta, y no se volvería a cerrar.
Hubo una reina. Era hermosa,
muy hermosa, pálida como la luna. Sus largos cabellos eran blancos, sus ojos
del azul de un cielo de invierno, y sus labios rojos como la sangre. No siempre
fue una reina. Al principio, cuando la conoció, era la hija de un noble menor.
No tenía títulos altisonantes ni grandes riquezas, pero era bella y grácil, y
poseía más virtudes de las que ningún hombre pudiera desear de una mujer. Él la
amaba, y habría hecho lo que fuera por tener su favor.
Pero antes de que pudiera
decir o hacer nada, lo que más quería le fue arrebatado de las manos, sin
esperanza de recuperación.
Hubo una reina. Vivía en un
palacio tan blanco como ella, al otro lado del páramo. Pero la reina ya no
existía.
El vasnar se puso en pie. El
dracnos, medio dormido, gruñó a modo de saludo, y restregó la cabeza contra el
cuerpo de su jinete. Éste sonrió y palmeó con cariño el largo cuello de la
criatura.
-Buenos días a ti también,
amigo. Será mejor que nos preparemos, aún queda un buen trecho.
Colocó los arneses, la
silla, el bocado y la brida, como había hecho cientos de veces. Acarició la
espada que colgaba de la silla, el arma con la que había derrotado a miles de
enemigos. Se ajustó su escudo a la espalda y montó. A una orden suya, el
dracnos alzó el vuelo, viró en dirección sur y prosiguió el viaje.
Más allá del páramo había
habido bosques y tierras de cultivo, todas ellas bajo la supervisión directa
del rey. Había mucha riqueza, pero él no la había deseado para sí. Aún así, le
entristecía ver que tanto se había perdido. Ahora que volvía de su larga
búsqueda se daba cuenta de que todo había sido en vano. Su mente volvió al
pasado, a otro recuerdo que había olvidado.
-¡Al fin te encuentro!-
exclamó la voz vibrante del rey-. Tengo un tema que tratar contigo.
-¿Qué deseáis, Majestad?
-Olvida los formalismos,
somos viejos amigos. Querría haber tratado esto con más tranquilidad, pero
encontrarte en palacio hoy en día es una rareza.
El vasnar no dijo nada.
Durante los últimos años había intentado apartarse del palacio real todo lo
posible, y si aún acudía a aquellas fiestas era porque no podía rechazar las
invitaciones que su reina le enviaba.
-Me han llegado noticias
de que en nuestro país vecino se ha desatado una epidemia terrible- continuó el
rey-. Por lo que tengo entendido, la cura a dicha enfermedad es un artefacto
conocido como el Trono de la
Locura. Puedes imaginarte que, poseyéndolo, tendríamos
ventaja en una futura negociación.
-Comprendo la situación.
-El artefacto está
guardado por una bruja. Vive en el pantano que hace de frontera entre ellos y
tus tierras. Quiero que se lo arrebates y me lo traigas.
-¿Ese es vuestro deseo?
¿Poseer el Trono de la Locura?
-Así es.
-Entonces, se verá
cumplido.
El dracnos lanzó un chillido
de alegría, y el vasnar alzó la vista, sorprendido. Más adelante había una
aldea, alzándose en medio del erial. Comprendió la razón del regocijo de su
montura, pero él sabía que era en vano. Recordaba la aldea. Antes estuvo viva,
gente andando por sus calles y habitando sus casas. Ya no. Hubo muchas cosas en
este reino que se perdieron.
Hubo un rey. Era un hombre
inteligente y un buen gobernante. Tenía el cabello rubio rizado, y vibrantes
ojos azules, y la piel de un tono tostado. Durante mucho tiempo lo llamó amigo,
y los dos jugaban y competían. Hasta que le arrebató lo único por lo que habría
dado hasta su alma. Y aunque se regodeara de este último triunfo, le fue leal
como se esperaba de él, y nunca dijo nada.
Tal vez fuera un buen
gobernante, pero no era tan buena persona como para merecer tanta lealtad.
Hubo un rey. Se sentaba en el trono en el palacio al otro lado del páramo, con una reina a su derecha. Pero el rey ya no existía.
Hubo un rey. Se sentaba en el trono en el palacio al otro lado del páramo, con una reina a su derecha. Pero el rey ya no existía.
El vasnar negó con la
cabeza.
-Aquí no hay comida, chico.
Sigamos.
El dracnos demostró su
reticencia con un gruñido, pero obedeció las órdenes de su jinete. La sombra de
la criatura voladora se deslizó sobre el pueblo muerto y continuó. El hombre
observó en la lontananza, por fin, una línea de árboles y, tras ellos, en el
lejano horizonte, la cadena montañosa que era su destino. ¡Cuantas veces había
realizado este viaje! Pero esta vez estaba resultando demasiado pesado para él.
Ya no era lo mismo que antes.
¡Cómo echaba de menos su
antigua vida! Incluso aquellas inútiles fiestas en las que los demás parecían
regocijarse de su dolor. Daría de nuevo la bienvenida a aquella dulce tortura,
con tal de poder observar, una vez más, a su reina.
Si lo hubiera sabido...
Había esperado que la
bruja viviera en el interior del inaccesible pantanal, pero encontró la casa de
la anciana en las lindes del mismo. No era más que una choza de una habitación,
hecha deprisa y mal. Encontró la puerta abierta, así que preparó su espada y su
escudo, y entró.
Dentro no había más luz
que aquella que penetraba tras él. Hubo una pausa, durante la que observó y
escuchó, receloso, hasta que una tos seca rompió el silencio.
-Así que al final has
venido, vasnar- dijo una voz cascada y enferma. Al otro extremo de la
habitación se encendió una vela.
Lo que vio en ese punto
fue un jergón de paja en el que se encontraba la anciana de aspecto más
lamentable que hubiera visto en su vida. Sucia, vestida con harapos, el poco
pelo que la quedaba cayendo de la cabeza en mechones lacios y apelotonados.
Parpadeó como un topo que sale a la luz, antes de volver a hablar.
-Perdona, no he podido
soportar la luz fuerte en los últimos días. Has venido a por el Trono de la Locura, ¿no es así?
-Sí, he venido a buscar
ese artefacto- contestó en vasnar, ocultando la sorpresa que le causaba que la
anciana supiera lo que quería con la experiencia que daban años de esconder sus
emociones.
La anciana asintió.
La anciana asintió.
-Si tanto lo quieres,
llévatelo, no causa más que problemas. Encontrarás en la parte de atrás una
carreta para trasportarlo. Pero antes, tengo que advertirte de algo.
-¿De que has de
advertirme? No me he encontrado ningún peligro en este viaje que no supiera
afrontar.
La risa cascada de la
mujer se mezcló con su tos.
-Aquí, muchacho, está el
mayor peligro de todos. Hace más de dos meses, tres hombres trajeron a mi casa
el trono. Dijeron que había envenenado y matado a su rey. Los tres parecían
estar enfermos, pero no le di mayor importancia. Hasta que, hace una semana,
caí enferma yo también. Pregunté a los espíritus por el reino del que vinieron
los hombres, y todos habían muerto.
>> Los espíritus me
dicen que esta fiebre no puede afectarte, por alguna extraña razón, pero si
vuelves inmediatamente a tu hogar, tu reino también será presa de la muerte. Si
te ocultas por tres meses y vuelves entonces, tu reino se salvará.
Un nuevo espasmo de tos
sacudió a la anciana, y esta se recostó en la cama.
-Ahora, vete y déjame
morir en paz.
Pero, cuando el vasnar
salió de la casa, ideando como cargar el trono en la carreta, la advertencia de
aquella vieja enloquecida había desaparecido de su mente. Una semana más tarde,
él estaba en su fortaleza, y el trono iba camino de palacio.
Sobrevolaba ya el bosque,
pero éste también había cambiado. Los árboles más cercanos al páramo no tenían
ya hojas, y sus troncos grises estaban retorcidos, como si hubieran sido
torturados. Los siguientes mantenían todavía su denso follaje, pero el
brillante tono verde había sido sustituido por uno más oscuro y con menos vida.
Temía que todo el camino fuera ahora así. Con su destino pasaba lo mismo.
Hubo un palacio blanco. Se
alzaba gallardo en una colina, con las montañas negras, grises, azules y
blancas de fondo. En sus muchas almenas se izaban los pendones con el escudo
del reino. Por sus pasillos andaban nobles y sirvientes, en su patio de armas
entrenaban los soldados. En él se urdían intrigas, se vivían romances, y todo
tomaba en cierta medida el tono que tienen los cuentos de hadas. Incluso en sus
sombras, donde él se ocultaba, todo parecía un cuento, una historia para
dormir.
Hubo un palacio blanco. A la
luz del sol se podía ver su brillo a lo lejos. Pero el palacio ya no era
blanco.
El dracnos pareció sentir la
angustia de su jinete, y lanzó un gemido lastimero, intentado girar la cabeza
para mirarle al tiempo que procuraba mantener el rumbo. El vasnar le dio unas
palmaditas cariñosas tranquilizadoras en el lomo. La criatura cejó en su empeño
de echarle un vistazo, aunque con gran reticencia. El vasnar sonrió. Su montura
había sido su único compañero en este largo viaje, su última misión. Había
demostrado ser más digno de confianza y elogio que muchos humanos.
El bosque dio paso a tierras
de cultivo abandonadas, invadidas por las malas hierbas. Aquí y allá se veían
más y más pueblos abandonados. Algunos le eran conocidos. En todos ellos había
estado al menos una vez. Y, al fin, pudo ver el palacio, que ahora era de un
griz negruzco, sin brillo. No había pendones ondeando al viento, ni voces de
bienvenida. No las había esperado, de todas maneras. No creía que fuera
distinto de la última vez.
El mensaje poseía un tono
de urgencia que no podía pasar por alto, y había montado en su dracnos apenas
estuvo ensillado. No quería dejar su fortaleza; sus sirvientes habían enfermado
y pocos podían seguir realizando sus tareas con normalidad. Durante el viaje de
tres días, en el que apenas descansó, su mente no hizo más que darle vueltas a
la advertencia de la bruja. Aunque fuera posible que le hubiera perseguido la
enfermedad, no creía que fuera posible que todos sus sirvientes y todas las
gentes bajo su protección murieran solo por eso.
Cuando su dracnos
aterrizó en el patio de armas del palacio, no había nadie para recibirle. Ni siquiera
en las cuadras, en donde dejó su montura, se veía un alma. Tampoco dentro del
palacio, que ahora parecía apagado y algo gris. Recorrió con paso rápido los
silenciosos pasillos que llevaban a la sala del trono. Pronto se encontró
frente al portón de doble hoja tras el que se encontraba el enorme salón. Lo
abrió de un empujón.
No había más iluminación
que dos pebeteros situados cada uno a l lado del Trono de la Locura, que se alzaba donde
antes habían estado los asientos de los dos monarcas. Y, sentado en el trono,
estaba el rey. Se le veía demacrado, escuálido y enfermo, las sombras
producidas por la escasa luz acentuando los rasgos del pálido rostro. En sus
ojos había un brillo demente.
-Has venido- dijo el
monarca.
-Me puse en camino apenas
recibí la carta, Majestad- quiso seguir hablando, pero contuvo su lengua.
-¡Vamos, pregunta!-
chilló el hombre rubio-. ¡Lo estás deseando! ¡Pregúntalo!
El vasnar se mordió el
labio, inseguro por primera vez en mucho tiempo, y obligó a su boca a
pronunciar las palabras.
-¿Qué ha ocurrido aquí?
-¡Tú! ¡Tú has ocurrido!-
el enloquecido rey se inclinó hacia delante en el trono, apuntándole con un
dedo acusador-. ¡El gran vasnar, el poderoso guerrero! ¡Siempre tú! No había
cosa que hiciera, logro que consiguiera, que tú no superaras. ¡Siempre a tu
sombra, incluso cuando yo era el rey y tú un simple caballero! ¡Creí vencerte
una vez, casándome con la mujer que tú deseabas para ti, pero aunque su cuerpo
fuera mío, tú ya tenías su corazón! ¡Mi propia hija me desprecia! Y cuando te
envío a una misión que de alguna manera acabe contigo, ¡vences a la misma
muerte, mientras que ella se ceba conmigo!
-No... No entiendo...
El rey soltó una
carcajada áspera.
-¡No entiendes! ¿Qué hay
que entender? ¡Es tan obvio! ¡Te envié a buscar esta maldita silla para que
enfermaras y murieras! La única forma de que desaparecieras sin peligro a que
me acusaran. ¡Pero en vez de morir, trajiste contigo una enfermedad a la que
eres inmune! ¡Me muero! ¡Y tú vendrás conmigo!
Y dio un salto desde el
trono, dispuesto a abalanzarse sobre él. El vasnar dio un paso hacia atrás,
dispuesto a defenderse de aquel loco. Pero el desquiciado monarca, débil y
enfermo como estaba, trastabilló y cayó rodando las escaleras que bajaban del
trono. El vasnar corrió en su ayuda, pero era tarde: un fuerte golpe le había
partido el frágil cuello.
Durante un momento se
mantuvo arrodillado junto al cuerpo caído de su rey. Sin embargo, una
preocupación acuciante le hizo ponerse en pie y volver a los pasillos
abandonados. Siguió por un camino lleno de recovecos que habría de llevarle
hasta los aposentos reales.
Abrió esta puerta con
delicadeza y avanzó todo lo silenciosamente que pudo hasta el dormitorio.
Permaneció en el umbral, sus peores temores confirmados. La reina yacía en el lecho,
moribunda. La hermosa mujer, ahora poco más que un fantasma, se removió y
volvió su cabeza hacia él.
-Has venido...- musitó.
-Lo antes que pude, mi
reina- susurró él, acercándose y arrodillándose junto a la cama.
-¿Y mi esposo?
No tuvo valor para decirle
lo ocurrido.
-En la sala del trono.
-Oh...- parecía algo
decepcionada-. Esperaba verle antes de que mi hora llegara. Ha estado tan raro
últimamente. Ese trono le hizo algo, pero antes de que pudiera convencerle de
que se deshiciera de él, llegó la enfermedad, y empezó a morir gente. Los que
no murieron se marcharon. Ahora solo quedamos nosotros dos y mi hija...
-Conservad vuestra
fuerza, la necesitaréis si queréis recuperaros...
Ella le obsequió con una
sonrisa triste.
-No, amigo mío. No voy a
recuperarme. Y mi amado esposo padece mi mismo mal, ninguno de nosotros dos
sobrevivirá a esta fiebre. Conozco tus sentimientos, y siento no haberlos
correspondido. ¿Podrás hacerme un último favor?
-Lo que me pidáis.
-Mi hija... Está en algún
sitio en el palacio. Ella no está enferma. Por favor, cuida de ella.
-Lo haré.
Ella volvió a sonreír.
-Sabía que podía confiar
en ti.
Y ya no dijo nada más.
Con esta última imagen
desvaneciéndose de su mente, el vasnar hizo aterrizar al dracnos en el patio de
armas. Nadie salió a recibirle. Nadie le esperaba. Con calma, llevó a la
criatura hasta la cuadra a punto de venirse abajo. Lo desensilló y le quitó el
bocado y los arneses, y dejó una buena ración de carne para que pudiera comer.
Encontró un barril que se había llenado con agua de lluvia y lo dejó cerca. El
dracnos se acomodó en un rincón y, con un suspiro de satisfacción, se durmió.
El vasnar le hizo una última caricia y salió de nuevo al patio, inmerso en los
recuerdos tenebrosos que había intentado apartar.
Hubo una princesa. Era una niña encantadora de inmensos ojos azules, piel pálida y largos tirabuzones dorados como rayos de sol. Era hija de una reina hermosa y un rey hermoso, y ella era como una pequeña estrella. Era el doloroso recuerdo de lo que podría haber sido y lo que nunca fue, la más amarga señal de su derrota. Pero no la podía odiar por haber nacido de ese matrimonio, eso debía creer. Ni ella ni él habían elegido el camino a seguir, ni lo que habría de ocurrir en aquella ocasión.
Hubo una princesa. Era una niña encantadora de inmensos ojos azules, piel pálida y largos tirabuzones dorados como rayos de sol. Era hija de una reina hermosa y un rey hermoso, y ella era como una pequeña estrella. Era el doloroso recuerdo de lo que podría haber sido y lo que nunca fue, la más amarga señal de su derrota. Pero no la podía odiar por haber nacido de ese matrimonio, eso debía creer. Ni ella ni él habían elegido el camino a seguir, ni lo que habría de ocurrir en aquella ocasión.
Hubo una princesa. Vivía feliz
en el palacio blanco que ya no lo era, con su madre la reina y su padre el rey.
Pero la princesa ya no
existía.
La encontró en las
cocinas, hecha un ovillo junto a una chimenea apagada, sollozando. Su delicado
vestido azul estaba arrugado, rasgado y cubierto de hollín. Sus tirabuzones se
habían convertido en una masa desgreñada de pelo. Estaba terriblemente delgada,
pero por lo demás parecía perfectamente sana. Se acercó hasta que estuvo a tres
o cuatro pasos de ella.
-Alteza- llamó.
La princesa se volvió
hacia él, los ojos arrasados en lágrimas iluminándose con una chispa de
reconocimiento.
-Tú eres el caballero de
mi padre, ¿verdad? El que monta en el dracnos negro...
Él asintió y se puso
rodilla en tierra. Ella se puso de pie y se acercó.
-¿Por qué has venido? ¿Te
manda mi padre?
-Ha sido vuestra madre.
Me pidió que os buscara.
-¡Oh!- la carita de la
niña se puso triste-. Mamá se puso muy enferma, pero nadie quería atenderla.
Papá también se puso malo, pero sigue en la sala del trono. Todos los demás se
han ido.
Una pausa.
-¿Me puedes llevar con
mamá?- preguntó la niña.
El vasnar apenas había
oído la pregunta. Ya no veía frente a él a una niña de diez años asustada,
sucia y probablemente hambrienta. Ya no veía el rostro de la hija de su reina.
Lo que veía era la cara burlona de su rey, reflejada en una falsa expresión
inocente. Veía la última broma, el último triunfo del hombre que le había
arrebatado todo aquello que quería, aquello por lo que había luchado en vano.
Con un movimiento tembloroso, cerró sus manos enguantadas alrededor del cuello
de la niña. Ella le miró con una mezcla de incomprensión y miedo.
-¿Qué haces?
-¿No queríais ir con
vuestra madre? Os llevaré de inmediato con ella.
Y apretó.
El vasnar recorrió los
callados pasillos muertos, la última puerta de su memoria abierta al fin. Había
huido del castillo, y había volado en busca de alguien que hubiera sobrevivido
a la enfermedad, olvidando lo acaecido en el palacio, el crimen que había
cometido. Pero ahora poco importaba. No quedaba nadie ya que pudiera acusarle,
nadie que pudiera averiguar lo que había sucedido. Llegó a la sala del trono,
que seguía con el portón abierto de par en par, y entró.
No había luz, pero poco
importaba. Sabía dónde estaba todo en aquella sala. Avanzó con paso firme y
subió las escaleras. Se mantuvo durante un rato de pie, observando la oscuridad
y, en silencio, se sentó en el Trono de la Locura. Ahora era el
rey.
El rey de un país muerto.
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