domingo, 1 de marzo de 2020

52 Retos de Escritura (IX): Bebé

Reto #9: Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.

BEBÉ

Echaba de menos a la bebé. Ciertamente ya no era una bebé, los humanos crecían horrendamente rápido, y cuando la perdió de vista por última vez estaba muy lejos de ser una niña de pecho, precisamente. Pero para él era su bebé, y siempre lo seguiría siendo.

Cuando era joven, había tenido que huir de una casa al norte, en su tierra de origen. Eran tiempos malos, tanto para los humanos como para los seres como él. Sin un lugar donde está, ni una familia que le acogiera, acabó uniéndose a una pareja de humanos que, en medio de una guerra cruenta, atravesaron kilómetros de tierra como a bien pudieron durante meses para volver a la ciudad. Los siguió, y una vez alcanzó su destino en una nueva ciudad, una enorme, se alegró de haberlo hecho. Eran buena gente.

Una vez un trasgu se une a una familia, es muy difícil que se aleje de ella. Incluso cuando pasan las generaciones, incluso cuando ocurren desgracias, la única forma de que un trasgu se desligue de aquellos a los que se ha unido es que sea expulsado activamente por ellos, o que todos los miembros mueran o desaparezcan. Pero no tuvo que preocuparse por eso, porque a pesar de las dificultades, sobrevivieron a las penurias y tuvieron una hija. Y luego esa hija tuvo otra hija, y esta se casó y tuvo cuatro hijos, incluida su bebé. Antes de que los niños nacieran, padres y abuelos habían vivido en la casa familiar, pero con el aumento de la familia fue necesario buscar un lugar más adecuado. La casa que adquirieron, recién construida, tenía suficiente espacio para todos, y fue durante muchos años un lugar feliz. Hubo momentos duros (cuando a causa de varias discusiones los abuelos tomaron la decisión de marcharse de la casa, dividiendo a la familia), pero en general había sido un lugar en el que le gustaba estar. Y entonces llegó la bebé.

Fue una sorpresa, pero todo el mundo pareció estar contento con su llegada. Él también estaba encantado con ella, porque adoraba a los niños de la familia, incluso si la mayor de ellos ya era más una adolescente que una niña. Pero la bebé pronto se ganó su cariño por una simple razón: podía verle. Al principio solo le seguía con la mirada, pero pronto comenzó a recibir sonrisas y pucheros, y antes de lo que él habría querido, la tenía corriendo como un patito detrás de él. A partir de ese momento, se dijo que debía protegerla de todo mal. Sin duda, cuando los hermanos formaran sus propias familias, ella sería a quien seguiría. Estaba decidido.

Sin embargo, aquella casa que tantos momentos felices le había dado pronto dejaría de ser su hogar.

Cuando su antigua amiga, la abuela de su bebé, murió, el abuelo volvió con ellos. Lo que siguieron fueron varios años de discusiones constantes, y de aquel anciano, antaño un hombre amable, haciéndole la vida imposible a los demás, ya fueran familia o amigos. Hasta el punto de que la familia decidió mudarse. Fue todo terriblemente apresurado, y estuvo a punto de perderse durante la mudanza, pero solo tuvo que estar pegado a su bebé, ahora una niña de unos seis años, para llegar a su destino. La nueva casa era algo más pequeña, aunque no por mucho, y tenía un patio y un enorme solar delante. En la zona había multitud de niños de la edad de su bebé. Pero aquella casa les duró tan solo unos meses: las personas que la habían alquilado ahora la necesitaban con urgencia, a pesar de que les habían asegurado de que estarían fuera más tiempo. Eso llevó a la siguiente mudanza.

La nueva casa era algo más pequeña, pero aún estaba bien para toda la familia. Durante unos pocos años, tuvieron una vida feliz dentro de lo que cabía. Los niños, que salvo su bebé ya no eran tan niños, estaba estudiando y haciendo amigos. Y pronto comenzaron a haber planes para cambiar a una nueva casa. Esta vez no sería una casa de alquiler, sino una nueva casa en propiedad. Pero el tiempo fue pasando, y la mudanza se fue aplazando, y el trasgu pensó que esta vez se quedarían a vivir allí.

No estaba mal. Aunque ayudaba en la casa, no tenía que esforzarse demasiado, y su bebé crecía feliz, jugando con sus amigas las niñas del bar de abajo, que eran completamente diferentes a ella en muchos aspectos, y parecidas en muchos otros. Seguía viéndole, y de vez en cuando hablaba con él, pero había tenido que decirle que la contara nada de aquello a los adultos, porque estos no le podían ver y probablemente no la tomarían en serio. En realidad, su bebé era una existencia especial, en el aspecto de que podía ver a los seres míticos de forma abierta. Perdería esa capacidad tarde o temprano, lo sabía, y por eso debía hacer todo lo posible para atesorar aquella amistad al mismo tiempo que protegerla del daño que pudiera sufrir por ver cosas que los demás no podían observar. Así, cuando dejara de verlos, no tendría problemas con los demás.

Entonces llegó la siguiente mudanza. La decisión fue súbita, y pilló al trasgu por sorpresa. Tanto, que cuando quiso darse cuenta, su bebé y sus padres estaban subidos ya al coche y alejándose, mientras que los de la mudanza ya habían cargado todas las cajas. Desesperado, se consiguió colar en la última caja, una a medio llenar de libros y cuadernos. El traqueteo del camión no era la sensación más agradable del mundo, pero a pesar de todo, el alivio de haber conseguido colarse a tiempo y el cansancio le llevaron a quedarse dormido incluso en aquella posición incómoda.

Se dio cuenta de su error cuando, al despertar, se encontró con que era bien entrada la tarde y todavía estaba en el camión. Asomó su cabeza fuera de la caja y se encontró conque era la única que quedaba. Soltó un gemido de desesperación al darse cuenta de lo que había pasado: los de la mudanza se habían olvidado de esta caja. Se “había perdido”, como solía pasar en este tipo de situaciones. Y con la caja, él también se había perdido.

No, no, nonono, es no podía estarle pasando. Tenía que volver con su familia. Era necesario volver con su familia. Con su bebé.

Salió de la caja a toda prisa, pero se detuvo y rebuscó entre las pertenencias que había dentro. No había nada de valor, solo libros viejos que la familia no echaría demasiado de menos (puede que durante las primeras semanas, hasta que los volvieran a comprar si se acordaban de cuales eran), algunos bolígrafos y un par de cuadernos. No, uno de los cuadernos le resultaba familiar, ¿no era el cuaderno con muñecas recortables de su bebé? Era uno de los que había usado para el colegio y, cuando el curso había acabado, había sido reutilizado como almacén de muñecas. Estaban todas dentro, con sus mejillas sonrosadas y sus trajes de vivos colores, cuidadosamente recortados. Su bebé echaría de menos ese cuaderno, se dijo. Así que lo cogió y, cargándolo a cuestas como mejor pudo, se escabulló del camión.

Salir del garaje fue un poco complejo, pero lo consiguió con una mezcla de maña y astucia. Ahora solo tenía que encontrarles.

En cuanto salió a la calle, se le vino el mundo encima. Aquel lugar no se parecía en absolutamente nada a la zona en la que había estado la casa. Ni siquiera sabía en dónde estaba, más allá de que no era cerca de donde habían estado viviendo. Nunca se había planteado lo grande que era aquella ciudad, o lo problemático que iba a ser para él encontrar a su familia. A pesar de ello, tenía que hacerlo. Un trasgu no era nada sin su familia. Él no era nada sin su familia.

Sobre todo, quería volver a ver a su bebé.

Pensó que si llegaba a la casa en la que vivían antes, encontraría pistas que le llevarían de vuelta con su familia. Muchas veces, la gente iba a la casa anterior a recoger el correo que hubieran mandado allí por error, ¿verdad? Cuando uno de los miembros de su familia llegara para recoger las cartas, solo tendría que pegarse a ellos y así se aseguraría de llegar al nuevo domicilio. Pero primero, debía encontrar al menos el portal de la casa anterior.

Pero los trasgu no son buenos aventureros, y él no era una excepción. A fin de cuentas, lo habitual era quedarse con una familia en una misma casa, por lo que no tenían ni los conocimientos ni el instinto necesario para orientarse, y si ya era malo en los pueblos donde había puntos de referencia que usar, en aquella ciudad enorme de edificios que intentaban arañar el cielo era aún peor.  Alcanzar su destino le costó varios días de dar vueltas como un idiota y preguntar a distintos seres míticos que se había encontrado por el camino. Se preguntó si había llegado a tiempo o no, antes de hacerse un refugio en una esquina perdida del portal. Mirar a la casa no serviría de nada a fin de cuentas. Ellos ya no estaban allí. Solo podía esperar en el portal a que alguien de la familia pasara.

Durante seis meses, esperó. En su rincón, para intentar pasar el tiempo, de vez en cuando miraba las muñecas recortables de su bebé. Seguro que las echaba de menos. Pero a medida que pasaban los días, y nadie de su familia pasaba por allí, sus esperanzas se fueron desvaneciendo, y pronto comprendió que no iban a volver.

¿Dónde estarían ahora? No podía saberlo, no tenía ni idea. Tal vez, le dijo una voz en su cabeza, debería buscarse otra familia. A fin de cuentas, ¿quién se lo impedía? En aquella ciudad debía de haber cientos, no, miles de familais que apreciarían tener la ayuda.

“Pero bebé no estará,” pensó entonces con tristeza.

Recogió el cuaderno y las cosas que había usado para hacerse un refugio y se marchó sin mirar atrás.



¿Cuántos años habían pasado? No sabría decirlo. Pero habían sido muchos y comenzaba a sentirse cansado. Tal vez debería dejarse ir.

Ya no había muñecas recortables dentro del cuaderno. Las había ido perdiendo poco a poco mientras rondaba por la ciudad buscando a su familia, a su bebé. Algunas simplemente desaparecían, cayéndose porque no tenía el cuaderno bien sujeto. Otras acababan en el suelo por el mismo motivo, mojadas por caer en charcos, o sucias, y se convertían en pasta de papel vieja. Al cabo de los años, solo había quedado el cuaderno, que también había sufrido un sinnúmero de accidentes. Las páginas estaban amarillentas por el tiempo y crujientes de todas las veces que se habían mojado y secado. Las líneas azules que formaban los cuadrados se habían desvanecido, ya fuera por el agua o el paso del tiempo. La letra aún resistía, pero en algunas partes se había emborronado tanto que ya no se veía rastro alguno de las letras infantiles.

Pero a pesar de que era un objeto inútil y hecho polvo, se resistía a tirarlo. Era el único lazo que le quedaba con su bebé. Si lo perdía, perdería lo que le quedaba de su familia. Y entonces sí que se dejaría ir.

No había podido encontrarlos. Por más que había buscado casa por casa, por más que había preguntado, no había logrado nada. Por todo lo que sabía, su familia podía haber muerto, o podía haberse ido de la ciudad, o… Pero el lazo que sentía con ellos seguía fuerte e inamovible, y no había otra cosa que él quisiera más que reencontrarse con los suyos. Con su bebé.

Como todas las noches, buscó un lugar donde poner su refugio. Estaba formado por restos de telas y trapos que había ido encontrando, cosidos malamente con fibras que había ido adquiriendo como mejor había podido. Buscaba un lugar resguardado; el aire olía a lluvia y, aunque su nariz había perdido capacidades después de tantas décadas de contaminación, todavía era capaz de predecir el tiempo de una forma bastante exacta. Normalmente, se habría ocultado en el parque o en uno de los jardines de la zona, pero con la lluvia que amenazaba, era mejor buscar una protección más sólida. La encontró en una especie de soportal formado por los jardines y las terrazas de una calle específica. Le gustaba el sitio, le resultaba familiar de alguna manera. Era agradable. Tal vez era un buen sitio para esperar a que llegara la hora inevitable en el que su lazo al fin se rompiera. Aunque no sabía cuánto tiempo más podría vivir así. Tal vez él se rompería antes de eso.

Una vez estuvo a resguardo, se sentó y, como todas las noches, se puso a pasar las hojas del cuaderno. Veía los reglones de letra infantil redondeada y las cuentas corregidas en rojo. Las había visto mil veces, y aún así, seguía volviéndolas a mirar.

Su bebé ya no sería un bebé. Ni siquiera sería una niña o una adolescente. Seguramente se había casado y había tenido hijos, y estaría al otro lado del mundo tocando instrumentos musicales, o cualquier otra cosa maravillosa que se le hubiera ocurrido. Y no se acordaría de él porque hacía tanto tiempo que había desaparecido… Se intentaba consolar con esos pensamientos de que ella sería una persona feliz que había realizado todos sus sueños. Pero esa noche, por alguna extraña razón, ni siquiera su rutina consiguió aliviarle. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y su cuerpo tembló con los sollozos contenidos, y tuvo que esconder el cuaderno a su espalda para no mojarlo más. Lloró. Quería volver con su bebé. Aunque ya no le viera, aunque no pudiera compartir con ella todo lo que quería decirle, quería volver con ella.

—¿Eh? Eso no parece un gato— dijo una voz que venía de fuera—. ¿Qué demonios…? ¿Qué hace aquí un refugio de trasgu? ¡Y está hecho una piltrafa!

—¡¿A qué estás llamando piltrafa?!— exclamó él, entre lágrimas—. ¡Me gustaría a mí ver cómo consigues uno mejor!

—Mi madre, si hay uno dentro. ¿Pero qué haces aquí? ¿No se supone que sois de los pueblos del norte? ¿Qué hace uno de los tuyos aquí en Madrid?

¿Y quién demonios era esa tipa para interrogarle sobre lo que hacía o dejaba de hacer? ¿Por qué no podía dejarle en paz? Asomó la cabeza fuera de su refugio para enfrentarse a ella, y se encontró con que era una humana. Se quedó sorprendido porque nunca había conocido a un solo humano que pudiera verle después de pasada una cierta edad. La mujer le miró, todavía sorprendida por su presencia. Era joven, y tenía el pelo entre castaño y pelirrojo. Vestía con ropas cómodas en las que era fácil moverse. También daba una sensación general de peligro que no le gustaba lo más mínimo. Aunque no parecía demasiado agresiva…

—Bueno, no importa. No te puedes quedar aquí fuera— añadió ella al ver que no contestaba—. Hoy va a haber movida aquí afuera, ¿sabes? Nada peligroso si estás en una casa, pero fuera va a ser malo.

—He pasado por muchas de esas cosas— gruñó el trasgu, molesto.

—Créeme, no como esta. De todas formas, ¿no preferirías dormir en un sitio seguro? Tengo una amiga aquí que puede ayudarte.

—¿Una humana? Los humanos no pueden verme.

—La mayoría no, pero unos cuantos somos capaces, ¿sabes? Y mi amiga puede hacerlo. Vive aquí al lado. En este mismo edificio, de hecho.

—No quiero vivir con otros humanos.

—No he dicho nada de vivir. Aunque es raro que un trasgu no esté con una familia. ¿La has perdido?

El trasgu miró a la humana largamente antes de asentir con la cabeza.

—Bueno, ¿y no será más fácil encontrarla si tienes a alguien que te ayude? Ella seguro que puede hacerlo, es una tipa lista.

—¿De verdad puede ayudar?

—¡Seguro!

Dudó durante unos largos segundos. No quería tener esperanzas, realmente. Sus esperanzas habían muerto hacía muchísimo tiempo. Pero estaba cansado y quería acabar ya.

—De acuerdo, llévame.

La verdad es que cuando dijo que su amiga estaba en ese mismo edificio, no la había creído del todo, pero se detuvo al portal que estaba a tan solo un par de pasos y, cuando vio que había recogido todas sus cosas, llamó al telefonillo. Una voz de mujer sonó a través del mismo. Su “guía” dijo que era Alejandra, y que había venido a traer una cosa. La respuesta fue un zumbido que señalaba que la puerta estaba abierta.

Apenas puso un pie en el portal, se dio cuenta de por qué el lugar le resultaba familiar. Era la casa en la que había pasado tanto tiempo, la casa en la que había visto por primera vez a su bebé, el lugar del que tenía tan fantásticos recuerdos de su familia. Sólo era una casualidad, pensó, mientras subían al segundo piso, que era donde había estado su hogar tiempo ha.

La puerta de la casa estaba abierta cuando llegaron, y había una mujer detrás de ella. Era bajita y regordeta, de pelo oscuro atado en una coleta y ojos marrones. Estaba en aquella época de la vida en la que era difícil saber si estaba más cerca de los treinta que de los cincuenta, aunque un par de canas en el cabello parecían indicar que se estaba aproximando rápidamente a la mitad del camino. Pero eso no era lo importante. Lo importante era lo que estaba sintiendo en su interior al verla. Y la mirada de sorpresa al verle, con unos ojos que se llenaron de lágrimas de forma súbita, fueron toda la prueba que necesitaba.

—¡¡Bebé!!— chilló, tirando todo lo que llevaba encima por el descansillo en su prisa por alcanzarla.

Ella se agachó y lo recibió entre sus brazos, llorando y riendo al mismo tiempo.

Por fin, después de tanto tiempo, ambos volvían a estar juntos en la misma casa.

Comentario: Esto pasa por pedirle una "casa de la infancia" a alguien que se tiró toda su infancia cambiando de casa XD

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