domingo, 22 de noviembre de 2020

52 Retos de Escritura (XLVII): Siamesa

Reto #47: Tu protagonista despierta y de pronto es un animal (al más puro estilo Kafka, pero, si puede ser, que no sea una cucaracha). Narra las dificultades que tiene para continuar con su vida.

 

SIAMESA

 

Estaba tumbada boca abajo. Eso era malo. Siempre que se tumbaba boca abajo para dormir, acababa con un dolor de espalda tremendo. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de algo andaba mal. Podía notar las sabanas tocando su tripa, pero su cuerpo estaba todo encogido, como si estuviera durmiendo de lado. No, no, eso no era correcto. No estaba encogido. Estaba enroscado sobre sí mismo.

Abrió los ojos de golpe y miró a su alrededor. Algo iba muy mal. Para empezar, todo parecía extraño, como si los colores a su alrededor hubieran cambiado. Le costó bastante darse cuenta de que sus ojos ya no distinguían los colores rojos. Aparte de eso, podía escuchar un zumbido alto y constante, como un crepitar que no paraba. No era problemático, pero tal vez sí que era algo molesto. Finalmente, se miró a sí misma y se encontró con que su cuerpo ya no era el de una humana. Tenía patas, y estaba cubierta de pelo que iba del crema al castaño oscuro. Lo que había creído que eran las sábanas en realidad era su pijama, que ahora era demasiado grande para ella.

Su mente entró en un estado de pánico. Se repetía una y otra vez que aquello no podía estar pasando, que tenía que ser un sueño, que… en un ciclo interminable. Tras un par de minutos en aquella situación, saltó de la cama y salió corriendo, pero se topó con la puerta cerrada de la habitación. Dio varias vueltas sobre si misma, sin saber que hacer, hasta que vio el picaporte. Este era alargado, y para abrir la puerta solo tenías que presionar hacia abajo, así que tal vez podría abrirlo. Saltó hacia él, pero como no tenía bien tomadas las distancias, se golpeó con él en la boca. Se quedó tumbada gimoteando mientras se tapaba el morro con una pata. Luego, volvió a intentarlo, y esta vez logró engancharse con las patas en el picaporte. El peso hizo que el picaporte bajara y abriera un poco la puerta. Consiguió, a base de meter la pata y luego el cuerpo, abrir lo suficiente como para deslizarse fuera de su cuarto.

A cuatro patas, se dirigió hacia el cuarto de baño. También estaba cerrado y, aún peor, estaba a oscuras. Le llevó unos cuantos intentos el abrir la puerta y encender las luces. Para entonces estaba hambrienta y tenía muchas ganas de orinar, pero eso no la distrajo de su meta: el espejo. Se las arregló para saltar al lavabo y por fin pudo mirarse.

Era obvio que tenía la más que clara sospecha de que se había convertido en un animal, pero ver que en lugar de su cuerpo había el de una gata siamesa clásica acabó de enviarla a un estado de pánico. Empezó a chillar, solo que el sonido que salió de su garganta no era un grito como tal, sino un maullido agudo y aterrado que no hizo sino empeorar las cosas. ¿No podía hablar? ¡No podía hablar! ¿Qué iba a hacer ahora? ¡Esto no podía estar pasando! ¡Tenía que ser un sueño! Pero aunque su mente intentara negarlo, su cuerpo seguía allí, demostrando que era real.

No supo cuándo se bajó del lavabo. Tampoco lo que estuvo haciendo durante un buen rato. Cuando se detuvo, seguía estando en el cuarto de baño, pero en este había ahora un enorme charco de orín y heces de gato que eran obviamente suyas. Y puede que estuviera más calmada, pero en ese momento estaba famélica. Tenía que comer algo, pero… ¿el qué? Nunca había tenido un gato en su vida, así que no sabía lo que comían. Pescado y carne, suponía, pero, ¿algo más? En los dibujos animados se les veía bebiendo leche, ¿tal vez eso bastaría? La leche era un alimento muy completo, ¿verdad? Intentando no pensar demasiado en lo que le había pasado, o cómo había podido pasar, se dirigió a la cocina.

Pronto encontró el siguiente problema en su camino: la puerta de la nevera. No era como la puerta de su cuarto o de su baño, que tenían picaporte. Había que tirar de ella, y era una puerta bastante dura. Estuvo durante un rato meditando. Tal vez podía abrir el congelador y sacar algo de la carne que tenía dentro, pero tendría que descongelarla, y no tenía tiempo para ello. No, no, tenía que ser de la nevera. Necesitaba poder empujar la puerta lo suficiente como para que, en lugar de moverse para cerrarse, lo hiciera para abrirse. Pero con su tamaño, ni aunque se pusiera a dos patas llegaría a la puerta.
A menos, claro está, que lo intentara desde arriba.

Era una gata, se dijo, saltaban muy alto, seguro que podía llegar allí. Lo intentó, dando un tremendo bote, pero se quedó corta. Consiguió sin embargo agarrarse al borde con las patas delanteras. Intentó subir el cuerpo, pero sus patas traseras resbalaban sobre la superficie metálica. Estaba desesperada. Al final, tuvo que dejarse caer. Miró el frigorífico con desesperación, y luego se dio la vuelta, buscando algo que pudiera ayudarla en su empresa o, en su defecto, le diera acceso a algo de comer. Se giró y vio entonces los muebles de la cocina. Las encimeras no eran tan altas, así que podía subirse tranquilamente a una de ellas. Tal vez se había dejado algo encima desde la noche. O podía intentar abrir el armario donde estaban las conservas. Estaba segura de que tenía alguna lata de algún tipo de pescado por algún lado. ¡Puede que incluso llegara a lo alto de la nevera si saltaba desde ahí!

Así que se subió a la encimera, y desde ahí observó sus opciones. Sabía que las conservas estaban en el lado de la nevera. Desde donde estaba podía saltar hasta allí con facilidad. Pero por otro lado, ¿iba a poder abrir las latas? Eso era fácil de hacer cuando tenías pulgares oponibles, pero no estaba segura de que fuera tan sencillo cuando tus herramientas eran las garras de un gato. ¿Qué tal la nevera? Desde ahí, seguro que por fin podría llegar hasta la parte de arriba. Se preparó para saltar, y su cuerpecito surcó el aire. Esta vez alcanzó su destino, aunque no de forma tan limpia como hubiera querido. Oh, bueno, no se iba a quejar.

A partir de ahí, le llevó un rato y mucho esfuerzo abrir la nevera, hasta que a partir de cierto punto la puerta comenzó a moverse hacia fuera por sí sola, hasta que la puerta impactó con el mueble de cocina de al lado. El golpe hizo que el cartón de leche se tambaleara y finalmente cayera al suelo, derramando su contenido por el mismo. ¡Por fin! Bueno, había dejado el suelo hecho un estropicio, ¡pero al fin podía tomar algo! Bajó de un salto al suelo, e inclinó su cabeza hacia el charco de leche.

Se frenó durante unos segundos, insegura. La leche olía rara. ¿Se habría estropeado? No, no podía ser, había comprado aquel paquete el día anterior, y esa leche no se estropeaba tan fácilmente. Además, ella sabía cómo olía la leche que estaba mala. No se parecía en nada a ese olor. Decidió que lo mejor que podía hacer era ignorar a su olfato y beberla de todas formas. Dio un lametón, luego dos y tres, y notó cómo el líquido bajaba por su garganta.

Iba por el quinto lametón cuando comenzó a lamentar su decisión.

Lo primero que sintió fueron las nauseas, que la apartaron del charco de leche. A los pocos segundos, notó un retortijón en el estómago, y pronto se encontró vomitando lo poco que había bebido. Cualquier hambre que pudiera tener quedó reemplazada por el fuerte dolor en su tripa, y las nauseas que no dejaba de sentir. Aunque se apartó del charco, no pudo ir demasiado lejos en el estado que estaba. Se tumbó, intentando ignorar el dolor y haciendo un pobre intento de ello. De vez en cuando volvía a sentir arcadas, pero nada salía de su interior, porque no había nada que pudiera salir.

No supo cuanto tiempo estuvo así. El dolor acabó por ceder, pero las nauseas seguían con ella, y cuando pasó el tiempo, lo único que tenía era sed. No quería moverse, pero tendría que hacerlo para cubrir sus necesidades. Evitó el charco de leche, y saltó de nuevo a la encimera. Esta vez le costó algo más de esfuerzo que antes, porque no se encontraba bien y apenas tenía fuerzas para hacer lo que se suponía que tenía que hacer. Subida a la encimera, se acercó al fregadero y, con mucha dificultad, levantó la manija para abrir el paso del agua. No fue mucho, pero un hilo de agua comenzó a manar desde el grifo. Comenzó a lamer el agua que caía. Al menos eso no la pondría mala, ¿verdad? Una vez acabó de beber, volvió a mover la manija hacia abajo. Luego se quedó allí tendida, cansada y harta.

Quería llorar. ¿Por qué le estaba pasando esto? ¿Era siquiera esto real? Tenía que serlo, teniendo en cuenta el dolor de estómago que estaba teniendo, y las nauseas. Eso era algo que no se sentía en un sueño. Pero aún así, era todo tan irreal, que no sabía qué hacer, o qué pensar.

Una parte de ella le dijo que debería ir a trabajar, pero era imposible que pudiera llegar al trabajo, y menos aún explicar por qué tenía ese aspecto, si es que no consideraban que era un gato callejero y la llevaban a la perrera municipal o algún lado similar. Así que optó por quedarse allí, cerca del agua que al menos podía beber. Cuando se encontrara mejor, a lo mejor intentaba sacar el tupper de la nevera. No habría problema en comerse los filetes empanados que había hecho el día anterior, ¿verdad? Bueno, lo haría cuando dejara de tener nauseas y retortijones.

Las horas fueron pasando lentamente. Por fin, las nauseas desaparecieron y el hambre volvió, aunque no tan fuerte como antes. Miró entonces a la nevera, preguntándose si los alimentos estarían bien después de tanto tiempo con la puerta abierta. Desde ahí podía ver el tupper. Saltó de nuevo a la nevera y empujó el contenedor hacia afuera con las patas. Fue un proceso lento y complejo, pero logró su objetivo. Por desgracia, el tupper cayó sobre el charco de leche y, aunque estaba medio seco, todavía había algo del líquido blanco. Bueno, pensó, al menos la carne dentro estaba a salvo. Volvió al suelo y empujó el tupper lejos de la leche, dejando un rastro húmedo por la cocina. Una vez estuvo en un lugar seguro, intentó abrir el contenedor. En ese momento descubrió que sus pequeñas uñas eran muy útiles, ya que colándolas por las rendijas era capaz de hacer suficiente presión como para levantar la tapa. Dentro le esperaba el olor angelical de los filetes empanados.

Comenzó a comerlos despacio. Eran grandes, pero sus dientes parecían no tener problemas en cortar la carne. Intentó masticarlos despacio, reduciéndolos lentamente, pero su hambre podía con ella y en cuestión de un instante la mitad de los filetes había desaparecido del la fiambrera. De hecho, se habría comido los demás, pero pensó que sería un problema si no se dejaba algo para más adelante. No sabía qué podía sacar de la nevera, ¿y si se quedaba como gata para el resto de sus días? Tenía que racionar su comida hasta que encontrara una forma de volver a lo que era, o encontrar a alguien que la devolviera a su cuerpo.

Su siguiente paso, entonces, era salir de casa.

Vivía en un quinto piso, así que salir por la ventana no era viable. Tendría que encontrar la forma de abrir la puerta por su cuenta. Si solo hubiera sido una cosa del picaporte, no habría tenido nada más que hacer que saltar y agarrarlo, como había hecho con las demás puertas. Pero el problema era que había echado el pestillo de arriba, que además de estar bastante alto estaba en una posición para la cual no podía encontrar ningún apoyo para poder manejarse.

Estaba pensando en cómo solventar aquel problema cuando escuchó el sonido de una llave entrando una cerradura y vio que el pestillo de arriba comenzaba a moverse. Se quedó paralizada, intentando comprender qué era lo que estaba pasando. ¿Sería un ladrón que estaba intentando entrar? Pero eso no tenía sentido, porque los ladrones no tenían llaves que abrieran puertas. Llevada por el pánico, salió corriendo y se ocultó debajo debajo de la mesita del salón. Desde ahí no podía ver quién había entrado, pero suponía que ese alguien se metería para el interior de la casa. Con eso tal vez pudiera escapar a la calle. Aunque si cerraba la puerta, entonces no podría volver dentro… ¿Qué hacer?

Alguien entró, cerró la puerta y se dirigió a la cocina.

—¡Vaya estropicio!— escuchó que exclamaba.

La voz le resultaba conocida, pero en aquel estado de nerviosismo era incapaz de hilar a qué persona pertenecía. Sin embargo, ahora era su oportunidad para escapar. Atravesó corriendo el salón y el recibidor, y dio un salto para aferrarse al picaporte. Este cedió, y la puerta se abrió un poco. Supuso que eso era suficiente, así que se bajó y comenzó a mover lentamente la puerta en la dirección que quería. Sin embargo, cuando estaba en ello, alguien la agarró por la mitad de su cuerpo y la levantó en el aire.

Ah, sí, esa cara le sonaba. Con el pelo que estaba entre un rubio sucio y un castaño muy claro, con los ojos verdes y avellana, y aquella cara angulosa. Era su hermano. ¿Desde cuando tenía las llaves de su casa? En su mente relampagueó un recuerdo de hacía ya un par de años, cuando le había dado las llaves de su casa a sus padres. ¿Tal vez ellos se las habían dado? Intentó decirle que era ella, pero todo lo que salió de su boca fue un maullido lastimero. Su hermano entrecerró los ojos.

—De todas las cosas a elegir, ¿un gato?

No he sido yo, le quiso decir, yo no he elegido esto. Por favor ayúdame. Esas palabras se convirtieron en maullidos al salir de su boca, lo cual la frustró aún más. Su hermano la colocó en su brazo de una forma más cómoda y volvió a cerrar la puerta con el talón, mientras su mano libre rebuscaba su móvil. Le vio seleccionar un número de su lista de contactos y llamar.

—He encontrado a mi hermana— anunció a la persona que le había cogido el teléfono.

Levantó la cabeza subitamente al darse cuenta de lo que su hermano acababa de decir. ¿Sabía que la gata era ella? Casi habría podido llorar de felicidad, si hubiera sido humana. De pronto, todo le pareció muchísimo más claro, aunque no sabría decir por qué.

Su hermano siguió hablando.

—Es un simple hechizo de metamorfosis, no es algo que no entre en sus capacidades. Debería haber alguien que pudiera ayudarnos con esto. ¿Cuánto piensas que puede tardar?— hubo una pausa mientras esperaba una contestación—. ¡¿Trece días?!

Si hubiera sido humana, habría palidecido al escuchar aquello. ¿Se iba a tirar trece días en el cuerpo de una gata? ¿Qué iba a ser de ella, cómo se iba a alimentar, qué iba a pasar con su trabajo? Su hermano expresó las mismas dudas a través del teléfono, y no tardó en tener una respuesta.

—¿Tramitar una baja médica? ¿Y qué médico va a tramitarla para empezar? No es como si su médico de cabecera… ¡Eli, eso es falsedad documental! ¿No hay otra opción? Eh… no, no, tienes razón, eso es aún peor.

La conversación siguió durante un buen rato. A partir de cierto punto en la misma, comenzó a sentirse incómoda y saltó del brazo de su hermano. Necesitaba ir al baño, tenía unas ganas horrendas de hacer caca. Levantar la tapa del retrete fue toda una aventura, y encontrar una posición cómoda para poder defecar fue cualquier cosa menos sencillo. Creía entender por qué los gatos usaban un arenero. Aquello era ridículo. Pensó en qué forma se iba a limpiar el culo después de aquello. Afortunadamente, en comparación con todo lo que había hecho hasta el momento, aquello fue fácil: solo tuvo que darle un manotazo al rollo de papel, y este comenzó a girar y dejar papel en el suelo. Cuando tuvo una cantidad que le pareció razonable, restregó su culo por él. Era áspero e incómodo, pero era mejor que tener el culo manchado, pensó ella.

Estaba pensando en cómo tirar el papel al retrete cuando su hermano apareció. Se quedaron mirando el uno al otro hasta que él suspiró y la volvió a aferrar de nuevo.

—A ver, Raquel, ¿puedes entender lo que digo?

Ella hizo todo lo posible por asentir con la cabeza.

—Estupendo. Tengo que salir a por unas cuantas cosas, y no sé cuánto tardaré. Pero voy a solucionar esto lo antes posible, ¿de acuerdo? Mientras tanto, quiero que te quedes aquí y que te quedes quieta, ¿crees que podrás?

Asintió de nuevo. No sabía sobre lo de quedarse quieta, pero lo de quedarse allí le parecía adecuado.

—He limpiado la cocina y te he dejado un plato con agua y otro con los filetes en el suelo. No comas ni bebas nada más que eso.

La echó fuera del baño, pero no lo cerró. Tal vez temía que si lo hacía, tendría orín de gato por toda la casa. No sabía por qué se preocupaba, ahora que se había convertido en una experta en abrir puertas. Podía entrar en el cuarto de baño cuando quisiera, y ya no mancharía el suelo, ahora que sabía lo que hacer con el retrete. Seguía siendo molesto, pero era mejor que nada.

Cuando su hermano salió de la casa, Raquel se acomodó en el sitio con más sol del salón. No sabía por qué, pero el calorcito que recibía era agradable y la ayudaba a no sentirse mal, así que decidió dormir una siesta allí.

Ni siquiera se preguntó por qué su hermano había sabido de entrada que la gata que estaba viendo era ella. Todo ese día había sido más parecido a una pesadilla sin explicación que a cualquier otra cosa. Seguro que se lo explicaría en algún momento dado.

Se quedó tan dormida que ni siquiera se dio cuenta cuando su hermano volvió a la casa cargado con todas las cosas necesarias para mantener a un gato.



 

Se despertó desnuda en la cama. Hacía frío y se arrebujó más en la sábana, pensando que tal vez era hora de sacar las mantas. Luego, su mente se frenó en seco y abrió los ojos de repente.

Durante aquellos trece días, su mundo había carecido de rojos, así que tuvo que pestañear cuando el mundo se mostró ante ella con aquellas tonalidades. El continuo rumor de los aparatos eléctricos había desaparecido, y su cuerpo…

Se puso en pie de un salto y se miró. Volvía a tener cuerpo humano. Hizo una pequeña danza de felicidad por el cuarto, aunque tuvo que parar cuando comenzó a marearse un poco. Rápidamente se puso algo de ropa por encima y salió de su cuarto. Fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Sí, era ella misma. Lanzó un grito de alegría, y comenzó a prepararse para un nuevo día. Además, sabía que tenía de baja hasta el día siguiente, y el fin de semana iría después, así que ahora que se encontraba bien, ¡sería como unas vacaciones! Bueno, tendría que quedarse en casa para que no cantara demasiado, pero…

Mientras se iba preparando, su mente llena de todas las cosas que iba a hacer, su mente se fue olvidando de lo que había pasado durante catorce días. Pronto lo asoció a que se trataba de una intoxicación alimenticia que había ido verdaderamente mal. Y los momentos que había pasado como gata quedaron relegados al fondo de su mente.

Durmiendo en el sofá estaba su hermano. Sobre la mesa estaba el papel de alta médica que habían tramitado con uno de los miembros de la Corte Blanca que era además un doctor en su vida “pública”. Raquel nunca sabría lo que su hermano había hecho aquella noche, y estaba bien. La magia era algo con lo que mejor era no mezclarse.

Aunque ya se aseguraría él de que el causante de aquel estropicio pagara sus actos.

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