domingo, 11 de octubre de 2020

52 Retos de Escritura (XLI): Palabras Exactas

Reto #41: Usa un narrador en segunda persona para la historia de un personaje que ha sido maldito.

 

PALABRAS EXACTAS

 

Has dormido más de ocho horas, pero aún así te sientes agotado. No es la primera vez que te pasa. De hecho, llevas dos semanas así. Duermes, pero cuanto te levantas te sientes como si hubieras estado corriendo una maratón en lugar de haber descansado. Y después de tanto tiempo, empiezas a sentir los efectos de esta fatiga constante. Vestirte, asearte, arreglarte… todas esas pequeñas tareas que tan sencillas parecían se hacen cuesta arriba. Tus brazos y piernas parecen pesar toneladas, moverlos cuesta horrores y en muchos casos el movimiento no es todo lo preciso que debiera ser. Derribas dos veces la jabonera, y te alegras de que sea de plástico porque no habría sobrevivido de otra manera. Moverte es toda una hazaña en sí misma.

Ni siquiera entiendes por qué te está pasando esto. Crees que podrías racionalizarlo, pero ahora mismo no puedes. Te duele la cabeza y tus pensamientos son dispersos, inconexos. Lo que más quieres en este momento es volver a la cama y dormir aún más, pero una parte de ti te dice que es inútil. Da igual las horas que duermas, seguirás sintiéndote cansado. No estás seguro de por qué tienes esta certeza. Simplemente, sabes que es así.

No tienes ganas siquiera de esforzarte en meter el pan en la tostadora. Acabas cogiendo una caja de cereales que no sabes desde cuando está ahí, y echas unos cuantos en un bol. Desparramas la leche por el cuenco y casi por la encimera, y comes con desgana la mezcla azucarada que apenas se aleja mucho de lo que piensas que debe saber el papel. No tomarías esto, pero es necesario. La pastilla que tomas detrás de esto ayudará con el dolor de cabeza, pero si no comes algo previamente probablemente te destruya el estómago. Ya bastante mierda tienes como para ir añadiendo más, piensas.

Con desgana, comienzas tu camino al trabajo. Hoy coges el transporte público. En este estado, si coges el coche lo único que lograrás es matarte. Bajar las escaleras del metro se te hace todo un obstáculo, pero procuras ir con cuidado y aferrado a la barandilla, y con eso consigues llegar primero a los tornos, y luego hasta el andén sin demasiada incidencia. Es hora punta y hay demasiada gente, tanta que empiezas a sentir un ligero ataque de ansiedad asomando su fea cabeza. Intentas calmarte y procuras respirar despacio, pero cada vez se te hace más difícil. Casi te entran ganas de llorar cuando el tren llega a la estación. El vagón está hasta arriba de gente, pero te las arreglas para encontrar un rincón en el que al menos tienes acceso a un poco más de aire. Aguantas como puedes hasta que llegas a tu trasbordo, y luego es una repetición de lo que hiciste en tu estación de origen. Al menos esta vez consigues hacerte con un asiento. Dejas la cabeza gacha y cierras los ojos, a la espera de que tu agotamiento haga el resto y te quedes dormido. Pero a pesar de ello, no haces más que abrirlos cada vez que alcanzas otra estación, y para cuando llegas a la tuya, está claro que no has tenido descanso alguno.

Caminas arrastrando los pies hasta tu oficina. Saludas con desgana a la chica de recepción, y te diriges a tu mesa. Te esperan varios informes que redactar y varias llamadas que hacer. En un día normal, te habrías quitado este trabajo en un par de horas sin problema, pero hoy tu cerebro no está preparado para ello. Te cuesta mirar la pantalla. Manchas de colores que se mueven cuando intentas mirarlas están grabadas en tu retina, e impiden que puedas ver bien lo que tienes delante. A pesar de ello, intentas hacer tu trabajo porque en estos momentos no quieres hacer horas extra. En circunstancias normales no te importaría, y te daría puntos con el jefe, pero hoy tu situación no es la adecuada. Ojalá llegue pronto la hora de salida, piensas.

Recibes una llamada. Haces un esfuerzo ímprobo por contestar con una voz normal. Es un cliente. Alguien para el que tienes que hacer una inspección. Te cuesta seguir la conversación, y sientes cada vez más como si tu cuerpo pesara demasiado. Y de repente, la oscuridad se apodera de ti y tu mente se desconecta de tu cuerpo.



Abres los ojos en el hospital. Estás tumbado en una camilla, y te rodean un montón de máquinas que emiten pitidos acompasados. Sigues cansado, y ahora estás confuso. ¿Qué es lo que ha pasado? Tardas unos minutos en recordar qué era lo que estabas haciendo antes, y unos cuantos más en atar cabos. Para entonces, alguien vestido con una bata blanca aparece en tu línea de visión. Desaparece rápidamente. En tu estupor no estás muy seguro de si es una enfermera o una médico, y tampoco estás seguro de que te importe demasiado. Te sientes tremendamente cansado y quieres volver a dormir, incluso si sabes que no servirá de nada.

Finalmente aparece otra persona. Crees que esta vez sí es una médico. Te hace unas preguntas que contestas como puedes. Ni siquiera estás seguro de que lo que hayas dicho sea lo que piensas que debías decir. Desde luego, ves a la mujer cada vez más confusa, como si las respuestas no se correspondieran con lo que ella espera. Se gira hacia alguien que está en un punto ciego para ti. Da una serie de instrucciones que tú apenas entiendes. Luego te dice que descanses. Vuelves a cerrar los ojos una vez más, pero en el fondo de tu ser sabes que no va a servir de nada porque ya ha pasado durante estas dos semanas. Da igual lo mucho que duermas, no vas a poder descansar.



En la oscuridad, recuerdas.

Intentas aferrar estos pensamientos para que no te abandonen cuando abras los ojos, pero cada vez te resulta más difícil y, una vez más, lo olvidarás en cuanto abras los ojos y toda la fatiga de tu cuerpo vuelva a ti.

Recuerdas lo que has hecho para merecer esto. Aunque sin duda alguna, este es demasiado castigo para tan poca cosa. Al menos, a ti te parece que no es acorde con el daño causado. Es el libro. Te negaste a entregarlo, ni siquiera por grandes sumas de dinero. Era tuyo, a fin de cuentas, heredado de tu tío. Estaba loco, pero sus pertenencias son ahora tuyas, y tu dinero te ha costado. Es cierto que podrías haberlo vendido. A fin de cuentas no es algo que tenga valor para ti. Pero le prometiste a una amiga tuya que se lo darías, y no te parece bien echarte atrás en tu palabra solo porque un tipo te haya prometido darte todo el oro del mundo. Si acaso, se te hace sospechoso que un tipo al que no conoces de nada supiera sobre el dichoso tomo. Ahora las palabras que dijo cuando te negaste a hacer negocios con él resuenan en tu cabeza.

—No descansaras hasta que tenga el libro en mis manos.

En aquel momento pensaste que haría algo como seguirte a todas partes o insistir. Podrías haber vivido con eso. Pero ahora entiendes esas palabras. Por más que duermas, no descansas. Y sabes que eso solo puede acabar en tu muerte, tarde o temprano.

Pero ya no puedes hacer nada porque tu amiga tiene el libro. Se lo diste al día siguiente, advirtiéndole de lo que había sucedido por si se encontraba con aquel hombre. Así que ya no hay solución.

Tal vez, te dices, sea mejor dormir para siempre.

Y entonces tienes la chispa de lucidez que has tenido siempre que has terminado este sueño, y que siempre se borra cuando vuelves a abrir los ojos. La forma de librarte de la maldición.

Ojalá el cansancio no te forzara a olvidarte de ella.



Abres los ojos de nuevo. Intentas recordar donde estás, y lo que has visto, pero como siempre, se ha escapado de tu mente como arena entre los dedos. Hay dos personas a tu lado. Una de ellas es tu amiga. Lleva algo familiar en las manos: el libro antiguo que le diste hace dos semanas, el que había estado en la biblioteca de tu tío. La otra persona es alguien a quien no conoces, pero cuya cara te llena de un terror inimaginable. Están mirándose la una al otro.

Una suave chispa se enciende en tu mente, un pensamiento instintivo.

—Dale el libro— musitas.

Ella sonríe y asiente, como si supiera lo que estás pensando, y sin una sola palabra, tiende el tomo hacia el hombre. Este muestra en su rostro una expresión de triunfo, al tiempo que coge el libro.

Y mientras cierras los ojos, esta vez para por fin tener el descanso que tanto has deseado, sonríes al ver en esos últimos instantes la cara de horrorizada sorpresa del hombre. A fin de cuentas, se lo diste a tu amiga porque ella sabía lo que hacer con él. Tenerlo no implica que pueda leerlo. Tienes la sospecha de que, en el estado en el que está, el tomo no le será útil en absoluto.

Pero es divertido lo literales que pueden ser las maldiciones a veces.

No hay comentarios:

Publicar un comentario