martes, 4 de marzo de 2014

Athera (II)



Esta es la segunda y última parte del mito de la creación de Athera, aunque en esta parte no creo que ya se le pueda considerar "mito de creación". Vendría a ser más bien desde el momento en que se da por acabada la creación hasta el punto en el que se hayan enclavadas las creencias de los habitantes de Athera (o de la mayoría de ellos, al menos).

Esto es por ahora lo que tengo pasado a límpio del tema, aunque no lo único que hay escrito. ¡Corred, mi musa anda suelta y va armada!

Y si tenéis ideas o comentarios, no dudéis en escribirlos, siempre es interesante escuchar otras opiniones.

Pero mientras los dioses poblaban el mundo de Athera con sus creaciones, parte de la esencia de A-Un y Nu-A que había llegado hasta el otro extremo del Gran Vacío cobró conciencia y vida. De esta esencia llena de frío nacieron los Najem, iguales en poder a los Dioses. Pero los Najem habían nacido una vez había acabado el combate, y estaban tan alejados que no sabían de la existencia de los Dioses. Por ello, se llamaron a sí mismos los Señores del Gran Vacío, y viajaron a través de él, durante eones, hasta que se encontraron con los Dioses, y aquello que habían creado.

Los Dioses recibieron a los Najem con los brazos abiertos, y les trataron como hermanos, pues su origen era el mismo. Les mostraron sus creaciones, y les invitaron a permanecer en Athera con ellos, pues los Najem no habían pensado en crear su propio hogar. La hospitalidad que los Dioses ofrecieron a los Najem fue ejemplar.

Pero los Najem estaban celosos de lo que los Dioses habían construido, y desearon el mundo para sí. Sin embargo, temían a todas las criaturas de Athera, porque gozaban del favor de los Dioses y con ese poder podrían derrotarles. Kalij, líder de los Najem, decidió que debían encontrar la forma para que las criaturas de Athera fueran suyas. Con engaños y argucias, atrajeron a muchos de los miembros de las distintas razas, y les hicieron alabarles y adorarles, y retorcieron sus esencias para que fueran como los Najem querían. Pero las razas que los Najem creaban eran horrendas, y las largas vidas que poseían se vieron gastadas y perdidas por la ambición de sus señores. Así nacieron los orcos, los goblins, y todas aquellas razas que son consideradas corruptas.

Kalij estaba furioso porque, aunque habían conseguido razas que los adoraban, no eran en absoluto tan poderosas como las creadas por los Dioses. Fue entonces a buscar, en lo más lejano del Gran Vacío, esencia como la que habían usado los Dioses. Allí, al otro lado del Gran Vacío, encontró lo que buscaba, una esencia de gran poder, y tan oscura como el Vacío. Tomó aquella esencia y la trajo consigo, y con ella modeló a su propia raza, tan hermosa y retorcida como lo era el propio Kalij. Y a esta raza la llamó “demonio”, y los demonios le alabaron y juraron su eterna lealtad.

Pero los Dioses se habían dado ya cuenta del comportamiento de los Najem. Y, aunque hubieran preferido evitarlo, se prepararon para combatir contra ellos. Pero algunos dragones se presentaron ante los Dioses.

-Nos habéis enseñado- dijeron- que debemos respetar a nuestros invitados. Sus actos, comprendemos esto, no han sido los adecuados, pero tal vez podamos hacerles ver que se han equivocado. Dejadnos hablar con ellos antes.

Karrest, que amaba a los dragones y temía la perfidia de los Najem, intentó convencerles de que no se arriesgaran, pero fue en vano, y finalmente los Dioses les dieron permiso para ir a negociar con los Najem. Pero como Karrest había temido, los Najem engañaron a los dragones, los torturaron y retorcieron. No podían cambiar su forma por la esencia que Karrest había puesto en ellos durante su creación, pero alteraron sus mentes y les volvieron locos con avaricia y soberbia, haciendo que se volvieran contra sus creadores. Enfurecidos por semejante crimen, los Dioses se alzaron y, junto a todas las criaturas de Athera, combatieron contra los Najem.

Fue una guerra terrible, que partió la tierra y cambió los mares. Zonas enteras quedaron aisladas, perdiéndose durante milenios, y cantidades innumerables de seres perdieron la vida en este conflicto. De entre las filas de las razas que servían a los Dioses surgieron campeones, héroes sin par cuyas habilidades superaban las de cualquier otra leyenda.

De entre los dragones surgió Neabasal, con su aliento de fuego tan caliente que sus llamas eran blancas más que rojas, librando innumerables batallas contra Heseretona, el más poderoso entre los dragones corruptos, en una enemistad que perdura aún a día de hoy. De entre los cambiantes aparecieron los dos hermanos, Koen y Liya, tan astutos como los zorros en los que podía transformarse ella, y tan leales como los lobos en los que se transformaba él. De entre las dríades surgió Meia Corazón de Sauce, y de entre los sátiros llegó Palvar el Arquero. De entre los enanos se alzaron Rogmar y Dienar, que forjaron las armas y armaduras de todos los campeones. Sarem de los djinn y Aeba de las sílfides luchaban codo con codo con Oneres de las náyades y Salo de las ninfas, por aire, mar y ríos. De entre los elfos surgieron Eleassara y Eredar, los padres de las dos cortes, y de entre los humanos lo hicieron Saera la Santa y Reish el Justo.

Y sin embargo, ninguno de estos valientes campeones era tan brillante ni tan poderoso como los tres campeones de los elhim: Saeciel, Rasiel y Lumiel. Y de entre estos tres era Lumiel el más bello y fuerte, radiante como el mismo sol. Luchaban al frente de los ejércitos de los Dioses, y ni siquiera el más poderoso de los demonios era capaz de hacerles frente.

Las batallas se sucedieron, día tras día, mes tras mes, de manera inacabable. Los Dioses, viendo como se alargaba la guerra, concedieron a los campeones de todas las razas el don de la inmortalidad, y todos los poderes que pudieran necesitar, igualándolos a ellos mismos, para que lucharan a su lado.

Aún así, la encarnizada guerra duró siglos y más siglos, sin visos de que ninguno de los dos bandos pudiera conseguir la victoria. Hasta que un día, encontrándose Karrest en una isla que habían creído perdida, mientras descansaba del último combate, fue abordado por unos extraños seres. No eran de las razas corrompidas por los Najem, pues no poseían la fealdad innata de la corrupción, pero tampoco pertenecían a las razas creadas por los Dioses. Sin embargo, los extraños seres se inclinaron ante él, prestándole el debido respeto que debe mostrarse ante los Dioses.

-Te damos la bienvenida, oh, Divino Padre- dijeron-. Durante siglos hemos esperado tu llegada, pues nuestros ancianos nos decían que vendría el día en que recuperarías a tus hijos perdidos.

-¿Quiénes sois?- preguntó Karrest, que no sabía cómo aquellos seres podían considerarle un padre.

-No poseemos nombre, oh, Divino Padre- replicaron ellos-. Descendemos de nuestros ancianos, que eran jóvenes cuando quedaron atrapados aquí. Nuestros antepasados eran dragones, y también humanos, pero nosotros no somos ni lo uno ni lo otro.

Karrest quedó sorprendido ante esto, pero decidió escucharles y solicitó entrevistarse con los ancianos. Estos eran dragones, viejos como las montañas, pero que habían sido jóvenes cuando quedaran separados de los suyos que habían estado bajo la protección de Karrest. Los dragones celebraron la llegada de su creador, y le explicaron que los niños que había encontrado decían la verdad, pues los dragones se habían mezclado con los humanos para sobrevivir y, al cabo de los siglos, sus hijos dejaron de ser dragones o humanos para ser otra cosa distinta. Pero todos ellos veneraban a Karrest, y todos le seguirían al combate. Karrest, conmovido por su historia, los aceptó como hijos suyos y llamó a los nuevos seres “shura”.

Los shura, que eran de una lealtad inquebrantable, se lanzaron a la batalla contra las razas de los Najem, consiguiendo victoria tras victoria. Y entre los shura no había uno que se pudiera comprar con su campeón, Vashmi. No había tarea que no pudiera realizar, ni enemigo que no pudiera derrotar, y como todos los campeones de las demás razas, le fue concedida la inmortalidad por sus grandes y heroicas gestas. Y dieron la bienvenida a Vashmi, porque no había tesoro que pudiera compararse con su ayuda en su lucha contra los Najem.

Pero entre los campeones había uno que no se alegraba del ascenso de Vashmi. Lumiel, el campeón favorecido de los elhim, era muy orgulloso, y sus grandes logros y hazañas eran aplaudidos por todos. Por ello, no podía aceptar que un recién llegado como Vashmi le quitara la gloria. Pronto, para Lumiel cualquier elogio que se dirigiera a Vashmi era como un agravio contra él. A sus ojos, los honores y privilegios que se le concedían al campeón de los shura eran superiores a los que él recibía, aun cuando los que Lumiel recibía eran tan o más importantes. Pronto, los celos y la envidia y otros sentimientos corruptos inundaron su ser, y le convencieron de que debía encontrar la forma de deshacerse de Vashmi.

Los ejércitos de los Dioses triunfaban ahora sobre los Najem, inflingiéndoles derrota tras derrota, arrinconándoles cada vez más. Ni siquiera el más poderoso de los demonios podía enfrentarse a los Dioses y sus campeones, y el fin de la larga guerra se aproximaba hacia su final. Los Dioses preparaban la última batalla cuando Lumiel se acercó a los Najem.

-Yo os daré la victoria contra los Dioses- les dijo-. A cambio, dejaréis que los elhim vivan en paz, y mataréis a Vashmi.

Los Najem aceptaron, porque dejar con vida a los elhim era poco precio a cambio de la victoria, y sabían que podrían corromperles como habían hecho con las demás razas. Lumiel volvió con los Dioses, como si no hubiera abandonado el campamento.

Pero su marcha no había pasado desapercibida, pues Eleassara, cuyos ojos lo veían todo y sus oídos escuchaban hasta el mínimo sonido, se había dado cuenta de su ausencia y o había seguido. De esa manera, escuchó la traición de Lumiel y, con ánimo sombrío, se apresuró a avisar a los Dioses sobre lo acaecido. Ninguno de ellos quería creer en sus palabras, pues todos apreciaban a todos los campeones por igual, pero sabían que no había falsedad alguna en las palabras de la elfa. Por ello, llamaron a dos de los campeones, Reish y Vashmi, para que prepararan una trampa para atrapar a Lumiel. Estos les pidieron a Rogmar y Dienar que forjaran unas cadenas para que pudieran apresar al campeón elhim, y Saeciel se ofreció para ayudar, horrorizado ante la traición de aquel al que consideraba un hermano.

Rogmar y Dienar forjaron cadena tras cadena, cada una más gruesa que la anterior, de los metales más fuertes que existían. Y cadena tras cadena era destruída por Saeciel, en busca de una que pudiera retenerle a él, y por tanto pudiera retener a Lumiel. Tras innumerables intentos, los enanos forjaron una cadena hecha con plata neiral, un metal tan preciado como resistente. En comparación con las otras cadenas, la que habían forjado con neiral parecía tan delicada que un soplo podría quebrarla. Pero por más que Saeciel tiró o luchó, la cadena ni se estremeció. Satisfechos, les entregaron la cadena a Reish y Vashmi para que con ella ataran a Lumiel. Los dos campeones entonces formularon un plan.

Durante la batalla final contra los Najem, Lumiel pensaba traicionarles acabando con la vida de Ajed, que marchaba siempre en primera línea. Reish y Vashmi se ocultaron entre los soldados que marchaban con el Primer Dios, suprimiendo su poder y llevando consigo la cadena de neiral. Al principio, todo parecía ir bien, pero pronto encontraron que los Najem resistían más de lo esperado, y supieron que esto era por los actos de Lumiel. El campeón caído se acercó entonces, diciendo ir en auxilio de su señor. Por un largo periodo combatió junto a los soldados, sin darse cuenta de la presencia de Reish o de Vashmi. Y, en el momento más confuso del combate, se volvió y alzó su espada contra Ajed. Pero los dos campeones, que habían estado atentos a sus actos, se lanzaron sobre él y entablaron combate.

Fue aquella una lucha descarnada, más aún que la guerra que sacudía Athera, pues era la primera vez que un campeón luchaba a muerte contra otro. Terribles hordas de demonios acudían al auxilio de Lumiel, y uno de los campeones, ya fuera Reish, ya fuera Vashmi, se veía siempre obligado a rechazarlos mientras el otro combatía contra Lumiel. Las montañas se quebraron, las grietas separaron y dividieron la tierra, y las aguas se alzaron ante la fuerza de aquellos golpes terribles. Y, finalmente, Vashmi consiguió reducir a Lumiel el tiempo suficiente como para que los dos campeones pudieran atarlo con la cadena de neiral.

Lumiel forcejeó presa de la furia y el miedo, más una bestia salvaje que un elhim, luchando contra la cadena, pero ni uno solo de los eslabones cedió. Uno a uno, los dos campeones recitaron los hechizos que le arrebatarían a Lumiel todos sus poderes, salvo aquellos que eran innatos en los elhim: su naturaleza mágica y su inmortalidad. Finalmente, crearon una prisión en la roca, un lugar al que nadie podría jamás acceder, y en ella encerraron a Lumiel para toda la eternidad.

Mientras, la batalla final contra los Najem había seguido adelante y, sin el apoyo de Lumiel, estos habían perdido terreno poco a poco. Cuando los dos campeones retornaron, los Najem comprendieron su derrota y huyeron de Athera a los confines del Gran Vacío.

Los Dioses, sin embargo, no sentían que tuvieran algo que celebrar. Athera, que había sido hermosa más allá de la imaginación, había quedado destruida y mancillada. La forma de la tierra había cambiado por completo, las brillantes ciudades y los hermosos paisajes habían sido arrasados, sus hijos se habían vuelto los unos contra los otros y los engendros creados por los Najem aún habitaban en los rincones oscuros del mundo. Pero, sobre todo, lo que les dolía era la traición de Lumiel, pues lo habían considerado el mejor de sus campeones, y no podían comprender como él solo se había podido corromper de esa manera. Llenos de tristeza, los Dioses se volvieron a sus criaturas.

-Debemos marchar- dijeron-. Aquello que creamos ha sido mancillado y no podemos perdonar semejante afrenta. No dejaremos que los Najem vuelvan para pervertir nuestra obra aún más. Los perseguiremos hasta los confines del Gran Vacío para asegurarnos de que no vuelvan nunca jamás.

Las criaturas que habían creado lloraron y suplicaron que no se marcharan, pero los Dioses habían tomado ya su decisión. Encargaron a sus campeones que protegieran lo que quedaba de aquello que habían creado y, tras nombrarlos como los Nuevos Dioses, marcharon al Gran Vacío, donde aún a día de hoy permanecen, en su eterna pugna contra los Najem.

Y así, los Nuevos Dioses se convirtieron en los protectores actuales de Athera, concediendo a los hijos de los Viejos Dioses la fuerza y las armas necesarias para enfrentarse a los demonios y a las criaturas corruptas de los Najem.

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