domingo, 13 de diciembre de 2020

52 Retos de Escritura (L): Guárdate del mensajero de Viracocha

Reto #50: Crea una historia con un worldbuilding inspirado en las culturas precolombinas.

 

GUÁRDATE DEL MENSAJERO DE VIRACOCHA

 

Killari observó al pequeño grupo alejarse por el camino que viajaba a la capital. En el grupo viajaba su hermano pequeño, pero a aquella distancia, desde la punta de la colina, era incapaz de distinguirle del resto de viajeros. Las ropas nuevas, de una calidad mucho mejor que la de sus prendas habituales, no la ayudaban en absoluto a verle. Tardaría en volver a verle meses. Y cuando volviera a verle, sería la última vez que lo hiciera. Ahora su hermano era más que un simple niño en una aldea rural en Chinchansuyu. Ahora era un elegido para los dioses, y viviría una vida de riquezas hasta el último momento de su vida, que no pasaría de los diez años.

Se suponía que debía mostrarse orgullosa de él, de su hermano. Ser elegido para el qhapaq hucha era un tremendo honor. Sólo los más hermosos y perfectos eran elegidos para ser entregados a los dioses, y eso quería decir que su hermano era el mejor de entre todos los niños. Debería sentirse feliz por él. Pero no podía. Estaba siendo egoísta, desde luego, y sus padres la regañarían si lo dijera, pero ella no quería dar su hermano a los dioses. ¿Por qué debían quedárselo, para empezar? ¿Porque el Capác había tenido un hijo? ¿Por qué debían pagar la vida de un niño con la de ocho más? No lo entendía, no quería entenderlo. Quería que su querido hermano volviera, y que sus padres volvieran a sonreír. El honor no valía nada si no traía felicidad consigo. Y en su casa ya no había felicidad.

Debería haber sido ella la que ocupara su puesto, se dijo. Podría haber sido ella. De no haber sido por aquel estúpido de Sumaq y la herida que le había causado dos meses atrás, ella habría sido la elegida. Para los niños entregados al qhapaq hucha, la edad límite eran diez años, pero para las niñas eran dieciséis, y ella tenía catorce. Habría podido ocupar el puesto de su hermano. Pero la herida que Sumaq le había hecho había dejado una cicatriz, una larga línea pálida y dentada en su pierna, y aquella imperfección no podía ser pasada por alto. Y ahora era ella la que quedaba mientras su amado hermano partía para ser entregado a los dioses.

Odiaba a Sumaq. Y odiaba el hecho de que sus padres estuvieran pensando en casarla con él.

Sólo serían dos años, le había dicho su madre cuando habían comenzado las charlas, y era un trato ventajoso para ella, o lo había sido cuando su hermano iba a heredar los derechos sobre el rebaño y la tierra de su padre. Pero ya entonces había sentido asco hacia Sumaq. No porque fuera feo, que no lo era, sino porque su personalidad era lamentable. Por supuesto, siendo su padre la persona con los permisos más importantes, parecía pensar que tenía derecho a cualquier cosa, incluidas las personas. La herida en la pierna no era más que una muestra de ese pensamiento. Menuda idiotez. Todo pertenecía al Capác, incluidas las personas. Lo único por encima del Capác eran los dioses.

Se preguntaba si seguiría teniendo que estar dos años con Sumaq incluso después de que su hermano se hubiera marchado.

Sacudió la cabeza, y volvió a fijar la vista en el grupo de viajeros hasta que estos desaparecieron detrás de las montañas. Se quedó allí algún tiempo más, hasta que bajo de la colina. Ya no había marcha atrás. Poco importaba lo que implorara a los dioses, porque ya se había tomado la decisión y nunca la escucharían. Los sacrificios se harían, y ella se quedaría con el corazón vacío en una casa que parecía muerta, con unos padres que celebraban la futura muerte de su hermano con una sonrisa falsa en la boca.

Puede que Sumaq no fuera lo único que odiaba.




No recordaba el sueño, a pesar de que venía a menudo a ella. Sólo le dejaba la sensación de haber tenido ese sueño más veces, junto con un sentimiento ominoso. Le pasaba más a menudo de lo que hubiera querido, desde hacía más de dos años cuando le había venido la menstruación por primera vez, y ahora con más frecuencia. Con el tiempo, su frecuencia había aumentado, haciéndose más y más urgentes, como si alguien en el sueño estuviera llamándola de forma insistente, y con cada vez menos paciencia. Había llegado al punto de que lo tenía todas las noches.

Pero entonces Sumaq le hizo el corte en la pierna.

No sabía muy bien cual era la relación entre aquel episodio y los sueños, más allá de que estos se desvanecieron durante todo un mes después de que recibiera la herida. Habían vuelto, pero ahora cuando se despertaba, notaba además un sentimiento de melancolía. Como si la llamada se hubiera vuelto triste de alguna manera. Era algo extraño. Ni siquiera entendía qué era lo que quería. Siempre se había preguntado si debía consultar al sacerdote sobre el tema, pero recordaba que al hombre le gustaba demasiado mascar hojas de salvia. No creía que fuera a encontrar respuestas a sus preguntas de aquel hombre que se pasaba más tiempo con los espíritus coloreados que le visitaban en sus visiones.

No hay casualidades, solía decir cuando estaba algo más sobrio y despejado. Todo es obra de los dioses y los espíritus. Con aquellas palabras parecía explicarlo todo. Esto ha sido obra de un espíritu y, por tanto, es algo que simplemente debes aceptar. Rara vez decía que se debía actuar de un modo u otro para poner solución a un problema, o como actuar en según qué situaciones. Lo cual, desde el punto de vista de Killari, era cuanto menos irresponsable. Si no actuaban frente a las casualidades, todos los años se quedarían sin cosecha, porque siempre había algún problema u otro. Pero eso era algo que no podía decir, porque la llamarían descreída y la tratarían como si fuera una especie de criatura maligna poseída por a saber qué espíritu.

Tal vez era eso, pensó mientras se levantaba ya de forma definitiva y comenzaba su rutina diaria. A lo mejor estaba poseída por un espíritu, que era el que la llamaba en sueños. O tal vez era su cabeza jugándola malas pasadas, ¿qué más daba? No entendía lo que pasaba así que poco podía hacer más allá de esperar.

Se frotó la cicatriz de la pierna con un ungüento a partir de varias plantas medicinales. No creía que fueran a hacer desaparecer la línea clara, pero aliviaba los dolores que de vez en cuando le sobrevenían. Sería algo que la acompañaría de por vida, y que a la larga la impediría hacer sus tareas. Pero podía retrasar ese momento si se cuidaba. Y se cuidaría. Existiría y viviría su vida, y lo haría sin estar atada a aquel desgraciado que la había herido sin consideración alguna.

Se dirigió a los campos para hacer la parte de las tareas que la correspondían. Luego, se sentaría con su madre y con las demás mujeres de la aldea a tejer, y haría lo que se suponía que debía hacer. No le gustaba demasiado seguir el consejo de aquel sacerdote adicto a la salvia, pero en este caso suponía que tendría que aceptarlo. A fin de cuentas, ¿qué podía ella hacer sobre aquella llamada? Nada en absoluto.




El rito adivinatorio comenzaba con una pequeña libación en honor a los dioses, con el sacerdote bebiendo extracto de salvia y coca diluido en agua. Después de hacer las ofrendas en forma de frutas, vegetales y una res, el hombre se retiraba al interior del templo, donde quemaría maderas olorosas y bebería más de aquel mejunje, y se sometería a visiones en las cuales los dioses le dirían cual sería el futuro de la ladea. Mientras tanto, las gentes de la aldea esperarían fuera, en silencio, a la espera de las conclusiones que fuera a decir. Aquel año, lo único distinto si acaso fue el mensaje. Casi todos los años, lo que decía aquel hombre podía reducirse a “lloverá lo que tenga que llover y las cosechas serán acordes a dicho agua”. Pero en esta ocasión, tal vez animado por el hecho de que habían entregado un sacrificio humano para el qhapaq hucha, comenzó a hilvanar una especie de discurso extraño sobre cómo la bendición de los dioses sería con ellos por el hecho de que hubiera nacido el heredero del Capác, y como su prosperidad estaba unida a la prosperidad del Capác. Se hizo especialmente largo y puso nerviosa a la gente, que era el efecto contrario que habría deseado el sacerdote, pero todavía medio en trance como estaba, era muy posible que no se hubiera dado cuenta del problema.

Cuando por fin terminó aquella diatriba, los aldeanos fueron uno a uno colocando sus ofrendas delante del sacerdote. A cada uno de ellos, el hombre le murmuraba al oído. Esperando su turno, Killari se preguntó qué tipo de cosas les diría. En las ocasiones en las que había participado de la ceremonia, generalmente la frase que recibía era una especie de rima absurda, en el mejor de los casos, e ininteligible en el peor. Tal vez el sacerdote no tenía visiones para ella. Pero eso estaba bien, suponía.

En el fondo, bastante tenía ya en su plato como para tener que preocuparse de las palabras de aquel tipo.
Pero cuando llegó su turno y depositó las ofrendas en su lugar correspondiente, notó cómo el sacerdote la agarraba de los hombros, algo que no le había hecho nunca antes, y susurró una frase sorprendentemente clara.

—Guárdate del mensajero de Viracocha.

Una vez pronunció aquellas ominosas palabras, la soltó, y Killari no perdió el tiempo en alejarse corriendo, sin importarle siquiera que todo el pueblo la estuviera mirando, extrañado.

Se escondió en su casa durante el resto de las celebraciones, asustada por el episodio y preguntándose qué demonios significaba aquella especie de profecía. Viracocha era el gran dios de la creación, que había creado al mundo, a la humanidad y a los demás dioses. Encontrarse con un mensajero suyo sería un enorme honor, uno de verdad y no lo que decían de los sacrificios. ¿Por qué debía desconfiar de uno? No lo entendía. No entendía nada.

Aquella noche el sueño le cantó, llamando su nombre con insistencia, como un amante separado largo tiempo de la persona amada.




El hombre al borde de los campos tenía algo raro en la cara. Era como si una selva frondosa hubiera crecido sobre sus mejillas y su barbilla. No había visto nada igual en toda su vida. Se preguntó si sería uno de los miembros de las tribus que vivían más allá de las montañas, pero era extremadamente raro que ninguna de las personas que habitaban en esa lejana selva cruzaran uno de los pasos, y menos aún que llegaran hasta la aldea sin que su presencia no fuera notada. Y de todas maneras, tan rápido como lo vio, el hombre desapareció entre los árboles. Había sido tan rápido que por un momento Killari pensó que habían sido imaginaciones suyas.

Pronto se olvidó de lo que había visto. Mientras acababa las tareas del campo, apareció Sumaq.

—No estabas en las celebraciones— dijo sin siquiera preocuparse en saludar.

—No me encontraba bien.

¿Por qué tenía que darle explicaciones a nadie sobre aquello? Que hubiera faltado al rito de adivinación habría sido un problema, pero una vez entregada la ofrenda y recibido el mensaje de los dioses, significara lo que significase, podía hacer lo que le placiera. Por supuesto, la gente se preocuparía por el hecho de que no estuviera bailando y tocando música y formando parte de las festividades, pero nadie se molestaría si les daba la excusa de que se encontraba enferma. Por supuesto habría quien rumoreara sobre las razones, pero los rumores eran rumores y se irían con el viento.

Pero al parecer Sumaq no estaba de acuerdo con ello, porque la agarró del brazo y tiró de ella.

—¿Me estás evitando?

Killari tuvo que hacer bastante fuerza para liberarse de la presa de Sumaq.

—¿Acaso no debería evitarte? La pierna todavía me duele. Hoy no ha sido demasiado, pero hay veces que me cuesta caminar. ¿Acaso la gente no evita lo que le hace daño?

—¡Lo hice para salvarte!

Le miró de hito en hito. ¿Qué quería decir con salvarla? Y de pronto, una luz se encendió en su mente.

—¿Es por el qhapac hucha? Pero cómo podías saber…

—El… el mensajero vino para avisar de que llegaría una comitiva para elegir los sacrificios. Y supe… tuve un sueño en el que volabas hasta el cielo y desaparecías. Supe que serías elegida para ser nuestro sacrificio. Pero pensé que si te hería… si dejaba una marca, no te llevarían.

Con los ojos como platos, y la boca abierta, Killari se encontró con que no sabía cómo reaccionar a las palabras que acababa de escuchar. Al menos durante los primeros segundos, mientras su mente analizaba el hecho de que la herida había sido causada porque aquel idiota no quería aceptar que pudiera ser un sacrificio. Y mientras ella había tenido que ver cómo su hermano se marchaba mientras se tragaba sus lágrimas, porque había recibido tan grande honor y quién era ella para cuestionarlo, Sumaq se las daba de ser su salvador y se creía que podía decirla dónde debía estar y lo que debía hacer. Pero en cuanto se pasó el momento de sorpresa, lo único que Killari encontró fue furia.

—¡Cómo te atreves! ¡Es culpa tuya! ¡Ahora es mi hermano el que se ha convertido en un sacrificio! ¿De verdad pensabas que te lo iba a agradecer?

—Pero…

—¿Quién te da derecho a decidir sobre mi vida? ¡Si tenía que ser llevada a los dioses, entonces no deberías haberte metido de por medio!

—¡Pero quiero que seas mi esposa!

—¡Si tengo que ser esposa de aquel que ha causado el sacrificio de mi hermano, entonces prefiero estar muerta!

Echó a correr. No miró hacia dónde iba, no le importaba, con tal de alejarse de Sumaq. No quería que la tocara, y menos aún quería casarse con él. Y en aquel momento, solo quería estar lejos de todos. De la gente que había aceptado que su hermano fuera un sacrificio para los dioses, y de aquel que había decidido por ella lo que iba a ser de su vida. No quería tener nada que ver con ellos. No quería tener nada que ver con la aldea.

Estuvo corriendo durante un largo rato, hasta que se quedó sin fuerzas. Se sentó bajo un árbol, acurrucándose y abrazando sus rodillas mientras, ahora sola, daba rienda suelta a sus sentimientos. A la rabia, a la tristeza y al desaliento que anidaban en su corazón. No supo cuánto tiempo estuvo así, llorando. En algún momento, el cansancio de la carrera y de su llanto la llevó a quedarse dormida en aquella posición.

Al despertarse, se encontró de frente con el hombre que parecía tener una selva en su cara.

Lanzó un grito y se puso en pie de un salto, pero al mismo tiempo el hombre también gritó y saltó para ocultarse detrás de uno de los troncos. Durante unos segundos se quedaron así, quietos, mirándose mutuamente y esperando a ver si el otro intentaría atacarles. A medida que estaba claro que no se iban a atacar el uno a la otra, comenzaron a relajarse poco a poco. Cuando ya sus nervios se tranquilizaron, Killari preguntó:

—¿Quién eres?

Al principio, el hombre no la contestó, y Killari pensó que tal vez no conocía su idioma. Pero eso solo duró unos instantes antes de que el hombre se irguiera y respondiera a la pregunta.

—Tengo muchos nombres. Pero puedes llamarme Tunupa.

El nombre le resultaba familiar a Killari, pero no era capaz de recordar dónde lo había escuchado antes. Intentó ignorar la voz en su cabeza que le decía que hablar con él era peligroso todavía, y decidió seguir con la conversación.

—¿De dónde eres? Nunca había visto a nadie con ese tipo de adorno en la cara…

—¿Adorno? Ah, ¿dices mi barba?— Tunupa se acarició aquella jungla hecha de pelo que reinaba sobre su barbilla y mejillas.

—¿Barba?

—Sí. Supongo que no es normal que las veáis por aquí, solo gente muy especial de mi territorio puede lucir una de estas. Hacerla crecer es un trabajo arduo, la verdad.

¿Esa cosa crecía en la cara? Aquello debía ser la mar de molesto. Pero lejos de mostrar incomodidad, Tunupa mostró una sonrisa que partió aquella selva peluda.

—Bueno, ahora que me he presentado, ¿qué tal si lo haces tú?

—Me llamo Killari.

—Es un bonito nombre. Dime, ¿qué haces en el bosque? Es un lugar peligroso para alguien que no está preparado para el combate.

—Sé arreglármelas sola. Y la verdad es que no me apetece volver al pueblo todavía.

—¿Oh? ¿Te has peleado con alguien?

—Sí.

—Bueno, eso no es un problema, siempre que os pidáis perdón.

—No creo que quiera perdonarle. No después de lo que me ha hecho.

—¿Oh? Eso puede ser un problema. Ese tipo de enemistades solo pueden llevar a la ruina.

—Ya, pero… ¿Qué puedo hacer? No quiero estar con él, pero todo el mundo parece empeñado en que lo haga, a pesar de… A pesar de todo el daño…

—Bueno, si tan imposible es para ti vivir en el pueblo, siempre puedes cambiar de lugar en el que vivir, ¿no crees?

—No, eso no es posible. Si lo hago, los permisos…

—¿Qué ocurre con los permisos? No es como si la tierra fuera a quedar abandonada, ¿verdad? Tener tierras o ganado, ¿qué felicidad traen cuando se está enfadado con la gente que le rodea a uno?

—Los permisos son lo que nos permite vivir.

—¿Y de verdad piensas que alguien controla eso más allá de los pueblos? Ve a otro lugar y encuentra a alguien que te respete. De hecho, conozco un lugar, si estás dispuesta a ir allí.

Killari observó al hombre con suspicacia. ¿Qué era lo que pretendía? Había escuchado historias sobre espíritus malignos que engañaban a las personas, y de criminales capaces de convencer a otros de que cometieran los crímenes por ellos, o incluso de que se dejaran robar y asesinar. Tal vez aquel hombre extraño pretendía hacerla daño. Pero su expresión debía mostrar sus pensamientos, porque Tunupa sacudió la cabeza y se rió.

—¡No tienes por qué hacerlo si no quieres! Es normal ser desconfiada, y no pienso forzarte a ir. Pero si sigues interesada en ello, te diré cómo llegar allí.

Sabía que no debía hacerle caso. Era una trampa. Pero una parte de ella sentía demasiada curiosidad por ese sitio del que hablaba. Era la parte que estaba furiosa con Sumaq, y con sus padres, y con el pueblo entero, por haber aceptado que fuera su hermano en lugar de ella el que fuera el sacrificio.

—Dime donde está, y veré si voy allí o no.

Tunupa mostró una sonrisa blanca entre la negra selva de su barba.




El camino que le había indicado Tunupa era largo y empinado, pasando por lo más denso del bosque. Era un lugar de muchos peligros, y esto era algo que Killari sabía. Había venido preparada con armas que iban a pertenecer a su hermano pero que él ya nunca necesitaría. Pero, incluso en los lugares más tenebrosos y recónditos, nada se acercó a ella para atacarla. Era como si, en lugar de un largo y peligroso viaje, estuviera dando un paseo.

Lo sueños se habían vuelto, una vez más, insistentes. No los recordaba, solo la sensación de soledad cuando acababan, y lo extraña que se sentía y el deseo que tenía de abandonar aquel lugar. Era injusta con sus padres, eso lo sabía, pero su insistencia en que siguiera adelante con el matrimonio con Sumaq, a pesar de saber lo que había hecho y por qué, había alimentado ese deseo de marcharse. Que Sumaq siguiera apareciendo para buscarla con insistencia, incluso cuando había declarado de forma abierta que lo odiaba había sido la gota final de su paciencia. Y se había marchado siguiendo el camino de Tunupa.

Los primeros días había corrido, temerosa de que la gente en la aldea la siguiera. Pero al cabo del tiempo, convencida de que nadie la estaba siguiendo, avanzó a un paso un tanto más sosegado. Aún así, no se detuvo más allá de los necesario, y procuró avanzar todo lo rápido que le era posible.

Y por fin, alcanzó el lugar que le había mencionado Tunupa. Solo que no era un pueblo. Era un enorme lago, con aguas de un azul profundo, tanto que en algunos puntos parecían negras. Estaba rodeado por las montañas, que se alzaban como murallas imponentes. A aquella altura, los árboles dejaban paso a una vegetación rala, y más arriba del lago, las cumbres aparecían desnudas, y alguna que otra de ellas estaba manchada de blanco. Hacía frío, pero no le resultaba tan desagradable como había pensado en un inicio. Incluso el dolor sordo en su pierna, el recuerdo de la herida que había recibido, parecía haberse desvanecido por completo. Por alguna extraña razón, se sintió en paz, como si aquel fuera el lugar al que pertenecía. No, era el lugar al que pertenecía. Lo sentía en sus huesos, en su espíritu.

Fue entonces cuando recordó el sueño. El sueño del agua, y de la voz que la llamaba desde las profundidades. La voz del Creador, que descansaba en su hogar en el fondo del lago. Dio un paso dentro del agua, y luego otro. Con cuidado, se fue introduciendo cada vez más y más en el lago, hasta que le cubrió la cintura, el pecho, el cuello, y finalmente la cabeza.

No entró en pánico, ni siquiera cuando los pulmones comenzaron a llenarse de agua. Cuando la oscuridad se cernió sobre ella, no tuvo miedo.

Ella era el sacrificio, desde el primer momento. Para los espíritus no existían las imperfecciones físicas. No tenía que temer, ni siquiera a la muerte, porque era ahora la mujer que Viracocha había estado esperando. Y si era lo que él había estado esperando, ¿por qué tenía que guardarse de su mensajero?

¿Por qué habría de guardarse de Tunupa, a fin de cuentas?

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