sábado, 13 de septiembre de 2014

Érase una vez... (II)

Disclaimer: Este relato, igual que el anterior, es una novelización de una partida de "Érase una vez...". Lo dicho, los frikis somos muy peligrosos cuando nos dejan solitos contando historias XD Este tiene comentarios incluidos sobre cosas que se dijeron/hicieron en la partida, chistes personales nuestros y chorradas varias que darán una idea más ajustada de lo mucho que desbarramos.



Érase una vez una pastora. No era increíblemente bella, pero era guapa, y tampoco era muy sabia, pero era lista a su manera. La pastora vivía feliz cuidando de sus ovejas, en un pequeño pueblo en las montañas al borde de un reino. Poco sabía la pastorcilla de los problemas que había en el reino, pues el príncipe heredero al trono había caído enfermo. Su enfermedad era desconocida, y no parecía que nada pudiera curarle. Así que el rey mandó un bando para que acudieran a palacio todos aquellos que tuvieran conocimientos, fueran mágicos o mundanos, que permitieran sanar a su hijo.


El mensaje llegó al pueblo de la pastorcilla, y ella, que sabía que el príncipe era buena persona, sintió lástima por él. En las montañas había hierbas curativas que no se encontraban en ningún otro lado, y tal vez sirvieran para curar al príncipe. Así que la pastorcilla llenó su zurrón con las hierbas medicinales que pudo coger, y salió del pueblo decidida a ir a la capital.

Pero la pastorcita nunca antes había salido de su pueblo, por lo que apenas puso los dos pies fuera del mismo, se perdió de forma irremediable. Durante días y días vagó por los bosques hasta que al final se quedó sin comida. Hambrienta como estaba, vio en el suelo unas bellotas doradas y, sin pensárselo dos veces, cogió varias de ellas y se comió una. Pero apenas hizo esto, todo comenzó a cambiar a su alrededor, haciéndose más y más grande. Pronto se dio cuenta de que no eran las cosas las que habían aumentado de tamaño, sino que ella había empequeñecido, haciéndose diminuta. La pastorcilla no sabía que hacer, puesto que ahora era tan pequeña que difícilmente podría avanzar más que cuando era grande. Sin embargo, se dio cuenta de que muy cerca había una madriguera, y de la misma estaba saliendo un conejito[1], que tenía el tamaño justo para que ella lo montara. Así que la pastorcilla corrió, saltó, y se montó mal que bien en el conejo que, notando a la extraña criatura montada en su espalda, intentó escapar.

La pastorcilla se agarró como mejor pudo al conejo, que salió corriendo a una velocidad increíble. El conejito corrió y corrió, recorriendo en meras horas lo que a la pastorcilla le habría llevado días. Corrió hasta que se encontró de frente con un mojón que señalizaba el Camino Real, momento en el cual frenó de forma súbita, de tal manera que la pastorcilla salió volando y se estampó en el centro del camino. Sin embargo, desde allí podía verse ya la capital, y la pastorcilla siguió el camino hasta llegar al castillo del rey.

Cuando llegó al castillo, había dos guardias frente a la entrada, pero como la pastorcilla era tan pequeñota ahora, se coló entre las piernas de los guardias y se adentró en el castillo. Pero como nunca había estado en un castillo, la pobre pastorcilla se perdió una vez más. Con su diminuto tamaño recorrió los pasillos hasta que encontró una puerta abierta, y tras ella un hombre con aspecto sabio. La pastorcilla consiguió llamar su atención, y le explicó todo lo que le había sucedido. El hombre, que era consejero del rey y además un mago poderoso, devolvió a la pastorcilla a su tamaño original y tomó el zurrón de hierbas medicinales.

El consejero preparó pócima tras pócima, dándoselas a beber al príncipe, pero ninguna de ellas causó efecto, porque el príncipe no estaba realmente enfermo, sino que era víctima de un maleficio causado por su madrastra, que era una malvada bruja proveniente del reino vecino, que era enemigo del reino de la pastorcilla, para que heredara el tío del príncipe, que era aliado del reino vecino[2]. El consejero no sabía nada de esto, pero se dio cuenta de que se trataba de un hechizo, pues las hierbas que había traído la pastorcilla eran una panacea, capaces de curar cualquier mal. Así, el consejero se dirigió al rey para contarle sus sospechas sobre la causa del mal del príncipe.

La pastorcita, que tenía un oído muy, muy fino, escuchó la conversación y dijo al rey:

-No os preocupéis, Majestad. Encontraré al hechicero causante del maleficio y solucionaré el problema.

Y, antes de que nadie pudiera decirle nada, se marchó y salió de palacio[3].

Así, la pastorcilla se dirigió al reino vecino. Pero como todavía no se orientaba bien, se dirigió a otro reino vecino completamente distinto[4]. Cuando llego allí, se quedó sorprendida al ver que no había personas, ni más animales que de un tipo: ovejas. Es más, y aquello era lo más extraño, las ovejas eran de tamaños distintos, algunos de ellos imposibles, porque había ovejas del tamaño de gatos, de perros o de pájaros, e incluso estas últimas estaban encaramadas a los árboles. La pastorcita siguió andando hasta que llegó a la capital del reino, llena de ovejas vestidas como personas, y entró al castillo. Allí, en la sala del trono, la pastorcilla se encontró con el único ser humano de todo el reino, el rey, que permanecía sentado en el trono, deprimido. Pero como era un tanto pervertidillo y mujeriego, el rey se animó ante la visión de una chica joven y moderadamente guapa como era la pastorcilla.

El rey le explicó que un terrible maleficio había caído sobre su reino. Extrañas nubes habían cubierto el cielo, y la lluvia que caía de ellas había convertido a todos los que tocaba en ovejas. Todos aquellos que habían acudido en ayuda de los ya transformados, o los que se mantuvieron en sus casa, todos fueron transformados porque bastaba con una sola gota para que el hechizo surtiera efecto. Solo el rey se había salvado de aquel terrible destino. La pastorcilla concluyó que el horrible maleficio tenía con toda probabilidad el mismo origen que los males del príncipe de su reino, y le habló al rey de su viaje.

-Yo encontraré a quien ha causado esto.

El rey se mostró muy agradecido de que la pastora quisiera ayudarle, y le pidió que le acompañara a la sala del tesoro. Allí, el rey le entregó tres objetos mágicos: una botella vacía en la que, si se vertía una pócima, esta no se acabaría hasta que así lo deseara el portador; un amuleto que le daba a aquel que lo llevara fuerza y resistencia sobrehumanas; y una daga que se calentaba ante cualquier amenaza, advirtiendo a su portador del peligro. La pastorcilla le agradeció la ayuda al rey y, con estos objetos a buen recaudo, prosiguió su viaje.

Pero, como el lector podrá ya imaginarse, la pastorcilla se volvió a perder. Anduvo y anduvo y anduvo, completamente perdida, hasta que de pronto se encontró con una extraña cueva. La pastorcita se adentró en ella, descubriendo que la cueva seguía y seguía, internándose cada vez más. Tras mucho andar, ayudándose a veces del amuleto para abrirse camino, alcanzó a ver una luz y, de pronto, se encontró con que había cruzado la frontera y se encontraba en el reino al que había querido ir en un principio. Pero por su puesto se encontraba en medio de un bosque, por lo que seguía igual de perdida que antes.

La pastorcita siguió andando hasta que llegó a un claro, y al llegar allí se quedó paralizada, pues acababa de toparse con un gigante, que estaba durmiendo allí. Pero no era el terror lo que la paralizaba, sino la cara del gigante, que le resultaba familiar. ¡Y es que el gigante era su padre! Aquel que años atrás había salido de casa para no volver más. Antes de que la pastorcilla pudiera reaccionar, el gigante que era su padre se despertó. Al verla, se echó a llorar, y le relató lo que le había ocurrido.

Cuando se había marchado, hacía ya tantos años, había tenido la desgracia de perderse[5]. Entonces, muerto de hambre, había encontrado unas bellotas que le habían convertido en un gigante al comerlas. Pero el rey de aquel reino había lanzado un poderoso hechizo que hacía a los gigantes agresivos, y que los sometía a su voluntad. Él mismo apenas podía contenerse para no dañar a su propia hija. La pastorcilla le dijo a su padre que se dirigía al palacio del rey para deshacer el hechizo que aquejaba al príncipe de su reino. Como estaba seguro de que no podría convencerla de que no lo intentara, le dio esta indicación:

-Mira los árboles y ve siempre en la dirección en la que está el musgo. Y, cuando llegues al camino, usa el sol para guiarte. Ve ahora, porque no creo que pueda resistir mucho más.

La pastorcilla se despidió entre lágrimas de su padre y salió corriendo del claro. Siguiendo sus indicaciones, pronto llegó al camino y, sin más incidentes, a la capital. Allí, encontrar el palacio fue sencillo, pero cuando llegó a la puerta del mismo se encontró con que estaba vigilada por dos guardias. Pero la pastorcilla todavía tenía tres de las bellotas doradas que empequeñecían, así que se comió una y, una vez fue diminuta, se coló por entre las piernas de los guardias y entró en el palacio.

Sin embargo, como dentro no podía ver el sol, la pastorcilla se perdió una vez más. Andando y andando, llegó a una parte del castillo que era mucho más oscura y lóbrega de lo normal. Encontró una puerta abierta y entró en una habitación, y en ella se encontró al ser más feo que hubiera podido ver en su vida. La pobre pastorcilla soltó un grito de espanto, que no podía haber sonado más que el chillido de un ratón. Sin embargo, el espantoso ser la vio y, cuando la pastorcilla intentó huir, la atrapó. Al hablar, sin embargo, su voz era melodiosa.

-No tengas miedo, pues no deseo hacerte daño alguno.

Le explicó que en realidad era el príncipe de aquel reino, que había sido hechizado por su propio padre, convertido en un ser espantoso y condenado a vivir apartado de todos en aquel ala del palacio. Su padre habían hecho esto porque estaba en contra de sus planes para conquistar el reino vecino. Le comentó que el hechizo que había hecho enfermar al otro príncipe no lo había lanzado su padre, sino la hermana de este, que se había casado con el rey del otro reino para llevar a cabo sus malvados planes. La pastorcilla se dio cuenta del error, y quiso volver de inmediato a su reino para avisar de lo que había averiguado.

El príncipe, aunque confinado, aún podía hacer algo, y le consiguió a la pastorcilla un barco en el que pudiera viajar de vuelta a su país. También hizo que le acompañara un hombre de confianza[6]. Emprendieron el viaje, que duraría unos cuantos días.

Durante el viaje se desató una discusión entre la pastorcilla y el hombre de confianza del príncipe. Este pensaba que debían acabar con la vida de la bruja para evitar problemas, pero la pastorcilla opinaba que no debían matarla. Ninguno de los dos cedía, por lo que finalmente decidieron que era mejor abordar el problema cuando llegase el momento.

Por fin alcanzaron su destino. Como la pastorcilla todavía no había recuperado su tamaño, pudo colarse en el castillo por el método habitual, mientras que el sirviente del príncipe, que era un espía, se coló por medios más adecuados a su trabajo. En concreto, disfrazándose como un miembro de la servidumbre del castillo tras entrar por una ventana. El espía se apresuró a encontrar a la pastorcilla, pues sabía de su tendencia a perderse y, una vez se reunieron, se dirigieron al salón donde el rey, la reina y todos los cortesanos estaban cenando.

Una vez estuvieron allí, la diminuta pastorcita saltó a la mesa y se puso delante del rey. Este se asustó al principio, pero no tardó en reconocerla, al igual que hizo el mago de la corte. La pastorcita se apresuró a explicarles que la causante de los problemas era la reina. Esta, que se estaba dando cuenta del peligro que corría, se puso en pie, dispuesta a lanzarle una horrible maldición. Pero el espía, que había estado atento a todos sus movimientos, apareció detrás de ella y le clavó una daga, matándola. Por supuesto, se armó un revuelo enorme, pero pronto quedó claro que la reina había conspirado contra el país.

Descubrieron, sin embargo, que matar a la reina no había librado al príncipe de su enfermedad. Pero el mago de la corte ahora sabía lo que debía hacer para salvarle, y comenzaron a preparar el ritual mágico una vez devolvieron a la pastorcilla a su tamaño original. Estaban ya a punto de ponerlo en marcha cuando todo el castillo se sacudió, y un tremendo golpe derrumbó la pared. Al otro lado se encontraba el padre de la pastorcita, todavía un gigante. A la muerte de la hechicera, se había activado un conjuro que obligaba a los gigantes a atacar.

El gigante ya volvía a alzar su garrote para lanzar un segundo golpe que los aplastaría a todos, cuando el espía se fijó en que había un hacha colgada en la pared. La cogió y se la dio a la pastorcilla, que la arrojó con todas sus fuerzas, incluidas las que le daba su amuleto, contra el garrote. Hubo un tremendo estallido, y cuando pudieron mirar de nuevo, vieron que el garrote había sido destruido, y el padre de la pastorcilla volvía a tener su tamaño original. Una vez libres del ataque, pudieron terminar el ritual para salvar al príncipe.

Todos se alegraron mucho de que todo hubiera salido bien, y aclamaron a la pastorcilla y le preguntaron qué recompensa quería. La pastorcilla pidió que le entregaran el hacha con la que había salvado a su padre, porque así aquello le serviría para recordarlo.[7]


[1] Que no se llamaba Shiki.
[2] Narrativamente hablando, no debería poner esto aquí, pero fue cuando salió en la partida, así que por eso lo menciono en este momento.
[3] Provocándole de paso un infarto a los guardias por ver salir a una mujer que no habían visto entrar.
[4] A partir de aquí, comenzamos a considerar que la pastorcita se llamaba Ryoga, o al menos Ryo-chan.
[5] Aquí decidimos que no, que el que se llamaba Ryoga era el padre.
[6] El jugador en esta parte intentó colarnos que el hombre era el cocinero real. El resto nos negamos en rotundo.
[7] Sí, nos hemos dejado dos problemas gordos en el tintero, pero así es el juego.
 

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